26 ago 2025

El espejismo democrático y la tragicomedia de los partidos

Las democracias liberales han vendido durante décadas una ilusión bastante rentable. El ciudadano deposita un papel en una urna y, mágicamente, se convierte en soberano. El ritual es solemne, con cabinas discretas, urnas transparentes y un escrutinio que recuerda a una ceremonia religiosa. El problema es que, una vez pasada la liturgia, el poder regresa a sus verdaderos dueños, que no son precisamente los vecinos de la escalera.

Los partidos políticos cumplen aquí la función de prestidigitadores. Agitan las manos, discuten entre ellos, se insultan con pasión y nos convencen de que algo está en juego. En realidad se parecen más a una troupe circense que a representantes del pueblo. Eso sí, en lugar de payasos con nariz roja tenemos líderes con traje y corbata, que cumplen con igual eficacia la misión de entretener.

El efecto principal de los partidos es dividir. No la división creativa que surge de la pluralidad de ideas, sino la división estéril de las trincheras. Cada ciudadano termina reducido a una etiqueta. “Eres de los míos o de los otros”. Y como en toda buena pelea de taberna, la cuestión ya no es quién tiene razón, sino quién grita más fuerte. Entre tanto, las élites económicas observan la escena con calma, como quien mira un partido de tenis desde el palco vip, sabiendo que, gane quien gane, ellas siempre conservan la raqueta, la pista y la pelota.

Conviene recordar que en el ADN mismo de la palabra partido habita la fractura. No existe para unir, sino para partir, para fragmentar, para marcar un “nosotros” y un “ellos”. No es casualidad, es la esencia misma de la institución. Quien espere unidad de un partido pide peras al olmo.

Lo curioso es que esta fragmentación permanente se nos presenta como virtud democrática. Nos dicen que la competencia entre partidos garantiza libertad y equilibrio. En realidad garantiza parálisis y enfrentamiento continuo. El ciudadano, atrapado en la rueda, se convence de que la próxima elección lo cambiará todo. Cada cuatro años se reinicia la esperanza, como quien vuelve con su ex pensando que esta vez sí ha cambiado. Y cada cuatro años llega la decepción, acompañada de la inevitable frase “esta vez sí que me engañaron”.

La existencia misma de partidos asegura que el poder real permanezca intocable. Las corporaciones, los bancos, los grandes inversores no necesitan partidos para coordinarse. Están perfectamente unidos por un interés común, mientras el pueblo se desangra en guerras culturales, debates televisivos y eternas discusiones sobre ideologías que raramente se traducen en transformaciones concretas. Si esto fuera un chiste, sería el de “dos pobres discutiendo sobre quién debe pagar la cuenta mientras el rico se lleva la caja registradora”.

Por todo ello, la crítica radical a los partidos no se resuelve inventando uno nuevo con apariencia más fresca o con un marketing menos rancio. La solución pasa por cuestionar la institución misma. El pueblo no necesita delegar en intermediarios profesionales que convierten la política en negocio propio. Lo que necesita es recuperar su capacidad de decisión directa, articular consensos sin siglas ni jerarquías, organizarse de manera que el disenso no sea motivo de guerra civil simbólica, sino materia prima para acuerdos comunitarios.

La abolición de los partidos no implica silenciar voces, sino lo contrario, multiplicarlas sin que nadie pueda monopolizarlas. Implica dejar de jugar a la tragicomedia de elegir al administrador temporal del mismo sistema y empezar a ejercer un poder que no se pueda reducir a urnas ni a discursos prefabricados. Significa, en definitiva, dejar de pelear en el barro mientras los verdaderos dueños del circo cuentan las monedas de la taquilla.

En realidad, la sospecha sobre los partidos no es nueva. Ya en el Contrato Social, Rousseau advertía de que “en el momento en que hay facciones parciales, la voluntad general deja de ser tal”. El propio Madison, uno de los padres de la Constitución estadounidense, temía a las “facciones” y diseñó un sistema para contenerlas, aunque terminó siendo un parque temático para ellas. Y en tiempos más cercanos, Cornelius Castoriadis recordó que los partidos son, en esencia, “aparatos de poder burocrático” cuya misión no es representar, sino domesticar a la ciudadanía. Bakunin fue aún más claro al denunciar que cualquier partido que accede al poder, incluso con las mejores intenciones, termina por convertirse en una nueva forma de tiranía. Kropotkin, por su parte, defendió que la cooperación y el apoyo mutuo eran las verdaderas bases de una sociedad libre, y no la competencia organizada en siglas. Y Simone Weil, en su célebre “Nota sobre la supresión general de los partidos políticos”, fue todavía más lejos: afirmó que la mera existencia de partidos constituye un mecanismo de opresión intelectual y moral, y que su eliminación era condición indispensable para recuperar la verdad y la justicia en la vida pública. La historia no deja de repetirse, solo cambia el logo y el color de las banderitas.

Quizá el camino pase por lo que nunca nos recomiendan los noticiarios ni los tertulianos. Organizarse desde abajo, escucharse sin miedo a disentir, buscar consensos sin manual de instrucciones partidista. Puede que no sea fácil, puede que incluso resulte caótico, pero al menos sería nuestro caos y no el orden prestado de quienes viven de dividirnos. Y quién sabe, tal vez el día que el pueblo deje de votar a sus domadores y decida montar su propio circo, descubramos que no necesitamos jaulas ni látigos para convivir, sino la voluntad de reírnos juntos, inventar nuestras propias reglas y disfrutar del espectáculo. Porque si la política es un show, al menos que el guión lo escribamos nosotros, que los malabares sean colectivos, y que la risa y la creatividad sean nuestra arma secreta para cambiarlo todo.

Alex Corrons.

22 ago 2025

Del fuego a la inteligencia artificial

Los seres humanos llevamos miles de años inventando cosas para hacernos la vida más fácil y, paradójicamente, para complicárnosla todavía más. Descubrimos el fuego para cocinar y calentarnos, y al minuto siguiente lo estábamos usando para incendiar la cabaña del vecino. La historia de la tecnología siempre fue la misma, una herramienta liberadora que enseguida alguien convierte en arma de poder.

El fuego fue nuestra primera red social. Allí nos reuníamos a contar historias, exagerar cacerías y discutir sobre quién se había comido más mamut de la cuenta. Era nuestro Facebook primitivo, aunque con menos fotos de gatos y más humo en los ojos. Hoy la hoguera cabe en el bolsillo y se llama móvil. Sirve para lo mismo, compartir relatos, ligar un poco, exhibir estatus. La diferencia es que, en lugar de temer al tigre, tememos quedarnos sin batería justo antes de recibir un match en Tinder. Pero el trasfondo es idéntico, la tecnología como escenario de reconocimiento social y de competencia simbólica.

La escritura llegó después y nos permitió librarnos de repetir las cosas como loros. Fue un alivio, aunque también el principio de los impuestos bien documentados y de las primeras burocracias que empezaron a controlar la vida cotidiana. Lo que parecía un instrumento de memoria se transformó en una herramienta de poder, lo escrito no solo guardaba recuerdos, también legitimaba jerarquías. Hoy seguimos externalizando funciones humanas a las máquinas, con la diferencia de que ahora confiamos en un GPS que puede mandarnos a un barranco, o en Google para zanjar discusiones que antes exigían argumentos. El saber dejó de ser diálogo y pasó a ser dependencia de servidores en Silicon Valley, y lo que antes era conocimiento compartido ahora se convierte en negocio privado.

La imprenta fue el gran megáfono de la Edad Moderna. Permitió que circularan ideas revolucionarias, pero también panfletos que justificaban guerras. La democracia de la información nació ahí, con sus luces y sus desastres. Internet no ha hecho más que repetir la jugada pero con esteroides. Cualquiera puede opinar y de hecho lo hace, aunque a veces uno desearía que se lo pensaran dos veces. La imprenta multiplicó voces, internet las amplifica con eco infinito. Y, si antes los vecinos se mataban por la Biblia, ahora se insultan por un comentario en X. El progreso, de la guerra de religión a la guerra de memes, mientras las grandes plataformas convierten esa confrontación en un negocio redondo.

La revolución industrial fue otra vuelta de tuerca. Millones de campesinos abandonaron los campos para encadenarse a las fábricas. La vida ya no la marcaba el sol, sino el reloj y el silbato del capataz. Hoy la película es la misma, solo que el capataz lleva smartphone y te manda whatsapps en domingo. Robots que montan coches, algoritmos que deciden créditos, cámaras que te vigilan mientras trabajas. El proletariado de Marx ahora teletrabaja en pijama, pero sigue siendo proletariado. La plusvalía se mide en gigas, en horas extra disfrazadas de “trabajo flexible” y en datos que regalamos alegremente a corporaciones que saben más de nosotros que nuestra propia familia. El capital ya no solo explota nuestra fuerza de trabajo, también nuestra atención, nuestras emociones y hasta nuestros vínculos sociales.

Y en medio de todo esto, los humanos de a pie empezamos a parecernos cada vez más a nuestros perfiles digitales que a nosotros mismos. Somos el LinkedIn serio y competitivo, el Instagram con filtro, el X indignado y, cómo no, el Tinder esperanzado. Lo curioso es que hay quien ya dedica más tiempo a retocar su foto de perfil que a hablar con seres humanos de verdad. El yo digital coloniza al yo real y nuestras vidas se convierten en un mercado de imágenes que, por supuesto, alguien monetiza.

La cuestión es que la tecnología no solo cambia cómo trabajamos o nos comunicamos, cambia cómo percibimos el tiempo, el espacio y hasta lo que creemos que somos. Antes esperar una carta era normal, hoy si tardas diez minutos en contestar un WhatsApp pareces sospechoso de desaparición. Antes tu comunidad era tu barrio, ahora puede ser un gamer filipino con el que juegas cada noche. Antes tus datos los manejaba el censo municipal, hoy Google sabe cuántas veces cambiaste de cepillo de dientes. La frontera entre lo íntimo y lo público se derrumba y con ella la idea misma de autonomía. Y en esa grieta aparece la política, aunque muchos quieran verla como un decorado. Porque cada decisión tecnológica que parece neutra en realidad define quién acumula poder y quién queda subordinado.

La historia ya nos dio varias lecciones y nunca las aprendimos. El fuego nos salvó y nos quemó. La imprenta iluminó y adoctrinó. La máquina de vapor dio prosperidad y miseria a partes iguales. La moraleja es siempre la misma, ninguna tecnología es inocente. Lo decisivo no es el invento, sino quién lo controla. Y lo siento, pero rara vez somos nosotros, suelen ser Estados, élites económicas o corporaciones transnacionales que convierten cada avance en un mecanismo de control.

La pregunta incómoda es qué significa ser humano en medio de este festival de pantallas y algoritmos. Tal vez ya no sea tanto producir o recordar, sino algo más básico, saber desconectar a tiempo. Apagar el móvil antes de dormir, reírnos de nuestras contradicciones, dar un abrazo de verdad, no virtual. Porque mientras corremos detrás del último gadget, olvidamos que lo único que nunca podrán programar por nosotros es la capacidad de crear vínculos auténticos.

El futuro puede ser luminoso, una nueva era de creatividad, o un eterno scroll infinito de anuncios personalizados. Lo único seguro es que, dentro de unos siglos, alguien dirá que fuimos una especie fascinante, capaces de inventar máquinas que pensaban y soñaban, pero incapaces de no mirar el móvil cuando alguien nos hablaba cara a cara. Eso, y que por algún motivo inexplicable, seguíamos olvidando cargar la batería justo la noche en que teníamos una cita prometedora en Tinder.

Y quizá, si queremos que la historia no se repita siempre como farsa, tengamos que asumir que la tecnología no es un destino inevitable, sino un campo de disputa política. O la usamos para democratizar el conocimiento, redistribuir la riqueza y ampliar la libertad, o seguiremos entregando nuestras vidas al próximo amo digital disfrazado de innovación. Lo que está en juego no es solo el futuro de las máquinas, sino el futuro de lo humano.

Alex Corrons.

16 ago 2025

Por qué la izquierda siempre tiene razón y nadie quiere invitarla a las fiestas

La política tiene sus ironías. Una de ellas es que la izquierda, en muchas ocasiones, acierta en todo lo que dice, pero falla estrepitosamente en cómo lo dice. Advierte de la desigualdad, de la catástrofe climática, de la precariedad laboral, de las injusticias y de los abusos del poder. Y lo hace con tanta insistencia que uno sale de escuchar un mitin con la sensación de necesitar un abrazo… o un ansiolítico. La paradoja es que, siendo la que más razón tiene en sus diagnósticos, acaba pareciendo la menos atractiva.

El capitalismo, en cambio, es un maestro del ilusionismo. Te promete que todos podemos ser ricos, que basta con madrugar mucho, visualizar un coche deportivo y sonreír al espejo. Es como ese amigo que siempre tiene un plan para hacerse millonario con criptomonedas, NFTs o aguacates ecológicos. Sabes que es humo, pero lo cuenta con tanta convicción que por un momento casi le crees. Gustave Le Bon ya lo vio claro en Psicología de las masas: lo que arrastra no son los datos, sino las imágenes simples y seductoras. Y de imágenes seductoras el capitalismo sabe tanto como Netflix lanzando una nueva serie.

La izquierda, en cambio, tiende a ser la voz ceniza en la boda. La que recuerda que el champán es barato, que el traje del novio está arrugado y que además se avecina tormenta. Todo cierto, pero nadie quiere bailar con quien se pasa la noche recordándote que todo acabará mal. Antonio Gramsci lo dijo con más elegancia: hay que combinar el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad. El problema es que demasiadas veces nos quedamos solo con lo primero, y terminamos siendo el equivalente político de un aguacate pocho.

La psicología social confirma lo que la intuición nos dice. Martin Seligman demostró con sus experimentos sobre la indefensión aprendida que cuando las personas creen que nada de lo que hagan puede cambiar las cosas, acaban tirando la toalla. Si los movimientos sociales repiten una y otra vez que el sistema es invencible, que todo esfuerzo será inútil, no están movilizando a la gente, están deprimiéndola. Y nadie se levanta un lunes con ganas de sumarse a un proyecto deprimente.

Mientras tanto, el capitalismo sigue desplegando un relato épico de superación personal. “Si quieres, puedes”, “sé tu mejor versión”, “nunca te rindas”. Es mentira, claro, pero al menos suena bien. La izquierda, en cambio, ofrece un catálogo de prohibiciones y advertencias. En el mercado de las ideas, uno vende Ferrari y el otro vende austeridad energética. Adivinen qué se lleva más aplausos.

El resultado es una asimetría narrativa. El capitalismo miente, pero enamora. La izquierda dice la verdad, pero aburre. Y en política, como en Tinder, no gana quien tiene el perfil más sincero, sino quien sabe seducir con una buena foto y una frase ingeniosa.

Aquí conviene recuperar a Ernst Bloch y su Principio esperanza. Decía que las sociedades solo avanzan cuando imaginan futuros mejores. Si la izquierda renuncia a esa capacidad de soñar, lo único que ofrece es una conciencia lúgubre. Y ya tenemos suficiente con la factura de la luz como para que encima nos quiten la esperanza.

El desafío es enorme, pero no imposible. Se trata de aprender a narrar el cambio como algo deseable, emocionante y hasta divertido. No basta con señalar injusticias, hay que invitar a la gente a imaginarse viviendo mejor. Y sí, incluso a reírse en el proceso. Porque, como decía Oscar Wilde, un mapa del mundo sin utopía no merece ni siquiera ser mirado.

Tal vez el reto de la izquierda consista en convertirse en algo más que la Pepito Grillo de la política. Necesita ser también el amigo optimista que no solo te avisa de los problemas, sino que te convence de que vale la pena afrontarlos porque el resultado será una vida mejor. Que la crítica vaya acompañada de fiesta, que la denuncia tenga música de fondo, que la alternativa no se explique como un sacrificio eterno, sino como una oportunidad para vivir con más dignidad… y, por qué no, con más alegría.

Porque el futuro no tiene por qué ser un funeral interminable. Puede ser un baile, un banquete, una celebración colectiva en la que nadie quede fuera. Y sí, el champán quizá siga siendo barato, pero lo importante será brindar juntos. Esa es la verdadera utopía: no un mundo perfecto, sino un mundo donde, por fin, la esperanza también sea contagiosa.

Y si la izquierda logra eso, entonces, quién sabe… quizá incluso vuelva a ser invitada a las fiestas. Eso sí: que esta vez no se acerque al DJ a pedir “La Internacional”, que bastante sufrimos ya con Paquito el Chocolatero.

Alex Corrons.

11 ago 2025

Divide et impera, la trampa de las élites

Hay épocas en las que las crisis se anuncian con estrépito, a través de guerras, colapsos financieros o catástrofes naturales. Y hay otras, como la nuestra, en las que el deterioro avanza sin un estallido visible, filtrándose como humedad silenciosa en los cimientos de la vida cotidiana. No se oye su llegada, pero está en todas partes: en el cansancio que se acumula jornada tras jornada, en la asfixia de los barrios donde el verano se vuelve insoportable, en la factura que aumenta de forma inexorable mientras el salario permanece inerte. No son estadísticas frías ni gráficos en un informe técnico, sino la textura misma de una experiencia compartida que erosiona, gota a gota, la confianza en el futuro.

En medio de ese desgaste, el sistema comparece con soluciones que, más que reparar el daño, lo disimulan. La intervención se reviste de campañas luminosas, eslóganes cuidadosamente pulidos y compromisos solemnes, casi siempre respaldados por las mismas corporaciones que han contribuido a originar el problema. El feminismo aparece estampado en camisetas confeccionadas en talleres de explotación, el ecologismo se empaqueta en envases promocionados como “reciclables” que esconden cadenas de producción destructivas, y el derecho a la vivienda se convierte en hipotecas que atan a varias décadas de deuda.

El fracaso de estos remedios no es un accidente. Cuando inevitablemente se revela su insuficiencia, la sociedad oscila entre interpretarlo como incompetencia o como parte de un cálculo deliberado. Ese espacio intermedio, ambiguo y cargado de sospecha, es el terreno más fértil para los discursos reaccionarios, que, aunque carezcan de un proyecto de transformación real, encuentran en la frustración social un combustible inagotable.

El feminismo, concebido como herramienta para desmontar las estructuras que perpetúan la desigualdad de género, se ve atrapado en una doble distorsión. El mercado lo absorbe y lo convierte en moda, neutralizando su capacidad disruptiva, mientras ciertos sectores minoritarios, autoproclamados feministas, desplazan la lucha hacia un antagonismo abstracto contra lo masculino. Estas expresiones, aunque marginales, reciben una atención mediática desproporcionada, configurando una imagen deformada de la causa que alimenta el rechazo y facilita la expansión del antifeminismo.

La crisis climática sufre un proceso semejante. La degradación ambiental, documentada por consensos científicos, se reduce en el discurso público a campañas de “greenwashing”, donde empresas con una huella ecológica inmensa patrocinan cumbres medioambientales y anuncian productos “verdes” cuya producción depende de procesos extractivos devastadores. Con el tiempo, y tras tantas promesas incumplidas, una parte de la población empieza a percibir la crisis climática no como una urgencia sino como un artificio más.

La pandemia del COVID-19 aceleró este ciclo de desconfianza. Mensajes contradictorios, datos incompletos y medidas percibidas como arbitrarias minaron la legitimidad institucional. Lo sanitario se convirtió en identidad política y la deliberación racional cedió paso a un tribalismo de bandos opuestos.

Fenómenos similares pueden observarse en el tratamiento mediático de la inmigración o de la ocupación de viviendas. La excepción estadística se magnifica hasta convertirse en amenaza generalizada. El inmigrante deja de ser vecino para convertirse en competidor o peligro cultural, y el “okupa” se presenta como depredador de la propiedad legítima. La indignación, en lugar de dirigirse hacia las estructuras que generan la precariedad, se redirige hacia actores con igual o menor poder socioeconómico.

En España, la tensión entre independentismo y nacionalismo español se comporta como un mecanismo de retroalimentación perfecta. Cada gesto de un bloque alimenta la movilización del otro, saturando el espacio público de símbolos mientras las cuestiones materiales —empleo, vivienda, energía— permanecen sin resolver.

La lógica de todo este proceso es constante. Un problema real recibe un tratamiento superficial, su fracaso alimenta la desconfianza y esta se canaliza hacia explicaciones simplistas que dividen y fragmentan. El poder se preserva no por su fuerza directa, sino porque logra desviar la energía social hacia conflictos laterales que desgastan pero no transforman.

Este mecanismo no solo es político, sino profundamente cultural. Se apoya en la necesidad humana de certezas, en la inclinación a señalar culpables visibles aunque no sean los verdaderos responsables y en la seguridad emocional que ofrece pertenecer a un grupo frente a un adversario cercano. La emancipación, si es posible, pasa por invertir la dirección de nuestra mirada: dejar de enfrentarnos entre iguales y dirigir la atención hacia las estructuras verticales que determinan nuestra vida. Mientras sigamos mirando hacia los lados, el poder seguirá protegido bajo la sombra de su estrategia más antigua y eficaz: dividir para reinar.


Alex Corrons.

8 ago 2025

Palestina: el genocidio silenciado y la complicidad global


En 1948, con la creación del Estado de Israel, más de 750.000 palestinos fueron expulsados de sus hogares en lo que ellos llaman la Nakba, “la catástrofe”. Pueblos enteros fueron borrados del mapa y sus habitantes forzados al exilio en campos que todavía hoy albergan a millones. Este desplazamiento masivo no fue un accidente, sino la primera fase de una colonización violenta y sostenida que ha definido la historia palestina durante más de siete décadas.

Tras la guerra de 1967, Israel ocupó militarmente Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este, violando el derecho internacional y estableciendo un régimen de ocupación que ha impuesto un control absoluto sobre la vida palestina. Los asentamientos ilegales se expandieron rápidamente, fragmentando el territorio y cerrando la puerta a la viabilidad de un Estado palestino. El muro de separación y los checkpoints transformaron Cisjordania en un laberinto de restricciones y humillaciones cotidianas.

La población actual de Israel está compuesta mayoritariamente por migrantes y sus descendientes. Aproximadamente un 75% de los israelíes son judíos, pero la mayoría no tiene raíces ancestrales profundas en Palestina o la región circundante. Gran parte son inmigrantes o hijos de inmigrantes provenientes de Europa oriental, Rusia, Norte de África, Oriente Medio y otras regiones, trasladados en oleadas migratorias masivas durante el siglo XX, especialmente tras el Holocausto y la descolonización. Solo una minoría, alrededor del 20%, son judíos sefardíes o mizrajíes con presencia histórica en la región, y un porcentaje aún menor corresponde a judíos con antiguas raíces en la zona. En contraste, la población palestina mantiene una continuidad histórica milenaria en esas tierras, lo que cuestiona la legitimidad histórica y legal del Estado israelí en cuanto a su derecho sobre estas tierras.

El sionismo, ideología política que sustentó la creación del Estado de Israel, no es solo un movimiento nacionalista judío, sino un entramado de poder económico, político y mediático que ha logrado mantener y fortalecer un Estado basado en la exclusión y el despojo. Los tentáculos del sionismo se extienden por gobiernos, instituciones financieras, grandes corporaciones, y medios de comunicación a nivel global, asegurando la impunidad de Israel ante cualquier condena internacional. La presión política y económica, sobre todo ejercida por grupos de influencia en Estados Unidos y Europa, ha silenciado voces críticas, bloqueado resoluciones en organismos internacionales y mantenido un sistema de privilegios que perpetúa la ocupación y el genocidio.

La Organización para la Liberación de Palestina (OLP), fundada en 1964, fue la entidad reconocida internacionalmente como representante legítima del pueblo palestino y la cabeza visible de la lucha por la autodeterminación. Bajo la dirección de Yaser Arafat, la OLP intentó negociar con Israel, resultando en los Acuerdos de Oslo en 1993, que prometían la creación de un Estado palestino. Sin embargo, estas esperanzas se vieron frustradas por la expansión continuada de los asentamientos y la falta de voluntad israelí para cumplir los compromisos.

La Autoridad Nacional Palestina (ANP), creada tras Oslo, quedó atrapada en un limbo: delegada de ciertos poderes administrativos pero sin control real sobre su territorio ni capacidad para detener la colonización.

En este complejo escenario emergió Hamás, surgido en 1987 durante la Primera Intifada como brazo político y militar de la Hermandad Musulmana palestina. Curiosamente, en sus inicios, Hamás fue tolerado e incluso alentado por Israel, que vio en este grupo islamista un contrapeso a la influencia secular y nacionalista de la OLP y la ANP. Esta estrategia buscaba dividir la resistencia palestina, debilitando a la OLP para facilitar la ocupación. Israel facilitó la financiación indirecta a Hamás al permitir su crecimiento y dejando que sus actividades se expandieran con cierta permisividad, ignorando que esta decisión reforzaría un actor que posteriormente se convertiría en el principal enemigo del Estado israelí y el pretexto para bloqueos y ofensivas masivas en Gaza.

El asesinato de Yaser Arafat en 2004 marcó un punto de inflexión. Isabel Pisano, periodista y ex esposa de Arafat, declaró que fue envenenado por su propio primo bajo encargo directo de George W. Bush, con la intención de eliminar un símbolo que apostaba por una paz justa y que complicaba los intereses de las grandes potencias en la región. Sin Arafat, la fragmentación política palestina se profundizó, y la Autoridad Nacional Palestina perdió legitimidad y capacidad de acción ante la escalada de la ocupación y la violencia.

Desde octubre de 2023, Gaza sufre una ofensiva militar devastadora que ha causado la muerte de más de 61.000 palestinos, la mayoría civiles, incluyendo miles de niños. Hospitales, escuelas, mezquitas y barrios enteros han sido destruidos por bombardeos indiscriminados. El bloqueo impuesto desde hace años ha llevado a Gaza al borde de la hambruna; la ONU advierte que toda la población está en riesgo crítico por la falta de alimentos, agua potable y medicinas. Los convoyes humanitarios son atacados, y cooperantes de organizaciones no gubernamentales han sido asesinados deliberadamente, incluso cuando sus vehículos iban claramente señalizados.

El discurso oficial del gobierno israelí refleja esta brutalidad con palabras que no esconden su intención genocida. El ministro de Defensa, Yoav Gallant, calificó a los palestinos como “animales humanos” y prometió “actuar en consecuencia”. El ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, ha pedido la “aniquilación total” de ciudades como Rafah y ha afirmado que dejar morir de hambre a millones puede ser “justificado y moral”. Otros líderes como Amichai Eliyahu han sugerido incluso el uso de armas nucleares sobre Gaza. Estas declaraciones, lejos de ser aisladas, son parte de una estrategia política respaldada por sectores amplios dentro del Estado israelí.

Lo que ocurre hoy no es un conflicto entre iguales. Es la imposición sistemática de un apartheid, reconocido como tal por organizaciones internacionales como Human Rights Watch y Amnistía Internacional. Es la violación continua del derecho internacional y la comisión de crímenes de guerra. Es un genocidio que se ejecuta ante la pasividad y complicidad internacional.

La comunidad global, a pesar de contar con instrumentos legales y políticos para actuar, permanece en gran medida paralizada. Estados Unidos utiliza su poder de veto para proteger a Israel en la ONU. Europa emite condenas tibias y evita sanciones efectivas. Este silencio y falta de acción legitiman el exterminio.

Ante esta realidad, el mundo no puede seguir mirando hacia otro lado. Es urgente exigir sanciones económicas, embargos militares y el aislamiento político de Israel hasta que se detenga la agresión y se respeten los derechos del pueblo palestino. Si es necesario, deben contemplarse medidas más contundentes para detener este genocidio.

La historia juzgará con dureza a quienes callaron ante esta masacre. La justicia y la dignidad del pueblo palestino demandan que levantemos la voz y exijamos el fin de esta ocupación y la restitución de sus derechos. Palestina no clama por caridad, sino por justicia y libertad.

La responsabilidad moral recae sobre cada uno de nosotros. La humanidad debe actuar ahora, porque permitir este genocidio es manchar para siempre nuestra conciencia colectiva. La libertad y la vida de Palestina están en juego. Y nuestra voz puede marcar la diferencia.

Alex Corrons.


6 ago 2025

Del cuerpo colectivo al sujeto atomizado: el fascismo de la plaza y el del smartphone


Del desfile al scroll infinito: cómo muta el autoritarismo entre el siglo XX y el XXI

Así como en el siglo XX el fascismo se alimentó de la cultura de la masa, el siglo XXI presencia su mutación digital bajo la cultura del smartphone. Lejos de ser un fenómeno puramente ideológico, el autoritarismo debe ser comprendido también como una estructura emocional, cultural y corporal que encuentra nuevas formas de expresión según el contexto histórico y tecnológico.

En el siglo pasado, la industrialización transformó radicalmente la vida humana: desplazó a millones de personas del campo a las ciudades, reconfiguró las relaciones sociales a través del trabajo fabril, impuso una nueva temporalidad regida por el reloj y la cadena de montaje. Este proceso no solo modificó el entorno físico y económico, sino que desarticuló los vínculos comunitarios tradicionales, produciendo una sensación de desarraigo, anonimato y vacío existencial. En este contexto de incertidumbre, el fascismo emergió como una promesa de orden, pertenencia y unidad.

Los regímenes fascistas del siglo XX supieron interpretar y canalizar ese malestar profundo. Lo hicieron no solo mediante discursos nacionalistas y autoritarios, sino a través de una sofisticada construcción estética y emocional. Como señaló Wilhelm Reich en La psicología de masas del fascismo, el éxito del fascismo no puede explicarse únicamente por la propaganda o el control político, sino por su capacidad para conectar con una estructura psíquica autoritaria ya presente en amplios sectores de la población. Reich describió cómo la represión emocional (especialmente la represión sexual), la educación autoritaria y el miedo a la libertad creaban sujetos que ansiaban someterse a una figura fuerte, a un padre simbólico que prometiera protección a cambio de obediencia.

En este marco, la masa no era simplemente un conjunto de individuos: era una configuración emocional y corporal. Las plazas se llenaban de cuerpos alineados, marchando al unísono, celebrando su fusión en una identidad superior, nacional y homogénea. El fascismo estetizó la obediencia colectiva, convirtió la represión en orgullo, y ofreció al individuo alienado la ilusión de ser parte de algo más grande que sí mismo. El líder carismático, omnipresente y monumental, ocupaba el centro simbólico de esa masa que lo adoraba con fervor casi religioso.

Sin embargo, el paso del tiempo, el desarrollo tecnológico y el avance del neoliberalismo no eliminaron esa disposición autoritaria. Solo la transformaron.

En el siglo XXI, el autoritarismo no desaparece: se reinventa bajo nuevas formas. Ya no se construye en las plazas, sino en las plataformas digitales; ya no se sostiene sobre la homogeneidad visible de la masa, sino sobre la fragmentación hipervisibilizada del individuo. La cultura del smartphone, como ecosistema emocional y dispositivo de control, ha inaugurado una nueva modalidad de sometimiento: más sutil, más personalizada, más difícil de percibir.

Hoy, el sujeto no marcha al paso, pero desliza el dedo sincronizadamente; no grita consignas colectivas, pero reacciona con likes o comentarios programados; no escucha discursos del líder en plazas, pero sigue cuentas virales que le dicen qué pensar, qué temer y a quién odiar. La obediencia ya no se impone desde un altavoz central, sino que se genera algorítmicamente, en la selección de contenidos que confirman prejuicios, alimentan miedos y polarizan opiniones.

Lo que Reich llamó la "coraza del carácter" —una rigidez muscular y emocional construida para reprimir el deseo y asegurar la sumisión— ha sido reemplazada por una armadura digital, hecha de notificaciones, dopamina instantánea, vigilancia invisible y recompensas simbólicas. El autoritarismo contemporáneo ya no necesita imponer un orden externo con bayonetas, porque ha aprendido a moldear el deseo desde dentro, a través de las emociones, las pantallas y los hábitos cotidianos.

El nuevo fascismo no se impone como una ruptura del orden democrático, sino que se filtra dentro de él, camuflado de libertad de expresión, de espontaneidad viral, de sentido común reaccionario. Es un fascismo de baja intensidad, pero de alta penetración emocional. Y, como su predecesor, no requiere tanto de la violencia directa como del consentimiento entusiasta de quienes creen actuar por voluntad propia.

La plaza ha sido reemplazada por el feed; el desfile, por el scroll infinito; el líder monumental, por el influencer viral; la obediencia colectiva, por el automatismo individual. Pero en el fondo, el mecanismo sigue siendo el mismo: generar miedo, ofrecer orden, y canalizar el deseo hacia la sumisión.

El fascismo ha mutado con los tiempos: de cuerpos alineados en la plaza a dedos alineados sobre pantallas. Pero su lógica profunda persiste, adaptándose a las formas culturales de cada época. Comprenderlo no solo como una ideología, sino como una estructura emocional y tecnológica, es el primer paso para desactivarlo. 

Alex Corrons.

30 sept 2017

No tienen miedo a la independencia, lo tienen al pueblo

El Gobierno catalán ha anunciado que tiene previstos más de 2.300 colegios electorales para el referéndum de autodeterminación, prohibido por la Justicia española. El Ejecutivo catalán afirmó que más de 5 millones de ciudadanos están llamados a votar y aseguró que si se cierra algún colegio, las autoridades tienen alternativa para que los convocados puedan ejercer su derecho al voto, sin precisar los detalles al respecto. Una jueza de Barcelona ha ordenado a la Policía cerrar los centros de votación. El presidente catalán, Carles Puigdemont, ha descartado dialogar con el Gobierno central después de la consulta. Ha dicho que si gana el ‘No’, se convocarán elecciones autonómicas.

Mi análisis en las Noticias de HispanTV: