Los seres humanos llevamos miles de años inventando cosas para hacernos la vida más fácil y, paradójicamente, para complicárnosla todavía más. Descubrimos el fuego para cocinar y calentarnos, y al minuto siguiente lo estábamos usando para incendiar la cabaña del vecino. La historia de la tecnología siempre fue la misma, una herramienta liberadora que enseguida alguien convierte en arma de poder.
El fuego fue nuestra primera red social. Allí nos reuníamos a contar historias, exagerar cacerías y discutir sobre quién se había comido más mamut de la cuenta. Era nuestro Facebook primitivo, aunque con menos fotos de gatos y más humo en los ojos. Hoy la hoguera cabe en el bolsillo y se llama móvil. Sirve para lo mismo, compartir relatos, ligar un poco, exhibir estatus. La diferencia es que, en lugar de temer al tigre, tememos quedarnos sin batería justo antes de recibir un match en Tinder. Pero el trasfondo es idéntico, la tecnología como escenario de reconocimiento social y de competencia simbólica.
La escritura llegó después y nos permitió librarnos de repetir las cosas como loros. Fue un alivio, aunque también el principio de los impuestos bien documentados y de las primeras burocracias que empezaron a controlar la vida cotidiana. Lo que parecía un instrumento de memoria se transformó en una herramienta de poder, lo escrito no solo guardaba recuerdos, también legitimaba jerarquías. Hoy seguimos externalizando funciones humanas a las máquinas, con la diferencia de que ahora confiamos en un GPS que puede mandarnos a un barranco, o en Google para zanjar discusiones que antes exigían argumentos. El saber dejó de ser diálogo y pasó a ser dependencia de servidores en Silicon Valley, y lo que antes era conocimiento compartido ahora se convierte en negocio privado.
La imprenta fue el gran megáfono de la Edad Moderna. Permitió que circularan ideas revolucionarias, pero también panfletos que justificaban guerras. La democracia de la información nació ahí, con sus luces y sus desastres. Internet no ha hecho más que repetir la jugada pero con esteroides. Cualquiera puede opinar y de hecho lo hace, aunque a veces uno desearía que se lo pensaran dos veces. La imprenta multiplicó voces, internet las amplifica con eco infinito. Y, si antes los vecinos se mataban por la Biblia, ahora se insultan por un comentario en X. El progreso, de la guerra de religión a la guerra de memes, mientras las grandes plataformas convierten esa confrontación en un negocio redondo.
La revolución industrial fue otra vuelta de tuerca. Millones de campesinos abandonaron los campos para encadenarse a las fábricas. La vida ya no la marcaba el sol, sino el reloj y el silbato del capataz. Hoy la película es la misma, solo que el capataz lleva smartphone y te manda whatsapps en domingo. Robots que montan coches, algoritmos que deciden créditos, cámaras que te vigilan mientras trabajas. El proletariado de Marx ahora teletrabaja en pijama, pero sigue siendo proletariado. La plusvalía se mide en gigas, en horas extra disfrazadas de “trabajo flexible” y en datos que regalamos alegremente a corporaciones que saben más de nosotros que nuestra propia familia. El capital ya no solo explota nuestra fuerza de trabajo, también nuestra atención, nuestras emociones y hasta nuestros vínculos sociales.
Y en medio de todo esto, los humanos de a pie empezamos a parecernos cada vez más a nuestros perfiles digitales que a nosotros mismos. Somos el LinkedIn serio y competitivo, el Instagram con filtro, el X indignado y, cómo no, el Tinder esperanzado. Lo curioso es que hay quien ya dedica más tiempo a retocar su foto de perfil que a hablar con seres humanos de verdad. El yo digital coloniza al yo real y nuestras vidas se convierten en un mercado de imágenes que, por supuesto, alguien monetiza.
La cuestión es que la tecnología no solo cambia cómo trabajamos o nos comunicamos, cambia cómo percibimos el tiempo, el espacio y hasta lo que creemos que somos. Antes esperar una carta era normal, hoy si tardas diez minutos en contestar un WhatsApp pareces sospechoso de desaparición. Antes tu comunidad era tu barrio, ahora puede ser un gamer filipino con el que juegas cada noche. Antes tus datos los manejaba el censo municipal, hoy Google sabe cuántas veces cambiaste de cepillo de dientes. La frontera entre lo íntimo y lo público se derrumba y con ella la idea misma de autonomía. Y en esa grieta aparece la política, aunque muchos quieran verla como un decorado. Porque cada decisión tecnológica que parece neutra en realidad define quién acumula poder y quién queda subordinado.
La historia ya nos dio varias lecciones y nunca las aprendimos. El fuego nos salvó y nos quemó. La imprenta iluminó y adoctrinó. La máquina de vapor dio prosperidad y miseria a partes iguales. La moraleja es siempre la misma, ninguna tecnología es inocente. Lo decisivo no es el invento, sino quién lo controla. Y lo siento, pero rara vez somos nosotros, suelen ser Estados, élites económicas o corporaciones transnacionales que convierten cada avance en un mecanismo de control.
La pregunta incómoda es qué significa ser humano en medio de este festival de pantallas y algoritmos. Tal vez ya no sea tanto producir o recordar, sino algo más básico, saber desconectar a tiempo. Apagar el móvil antes de dormir, reírnos de nuestras contradicciones, dar un abrazo de verdad, no virtual. Porque mientras corremos detrás del último gadget, olvidamos que lo único que nunca podrán programar por nosotros es la capacidad de crear vínculos auténticos.
El futuro puede ser luminoso, una nueva era de creatividad, o un eterno scroll infinito de anuncios personalizados. Lo único seguro es que, dentro de unos siglos, alguien dirá que fuimos una especie fascinante, capaces de inventar máquinas que pensaban y soñaban, pero incapaces de no mirar el móvil cuando alguien nos hablaba cara a cara. Eso, y que por algún motivo inexplicable, seguíamos olvidando cargar la batería justo la noche en que teníamos una cita prometedora en Tinder.
Y quizá, si queremos que la historia no se repita siempre como farsa, tengamos que asumir que la tecnología no es un destino inevitable, sino un campo de disputa política. O la usamos para democratizar el conocimiento, redistribuir la riqueza y ampliar la libertad, o seguiremos entregando nuestras vidas al próximo amo digital disfrazado de innovación. Lo que está en juego no es solo el futuro de las máquinas, sino el futuro de lo humano.
Alex Corrons.
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