Hay épocas en las que las crisis se anuncian con estrépito, a través de guerras, colapsos financieros o catástrofes naturales. Y hay otras, como la nuestra, en las que el deterioro avanza sin un estallido visible, filtrándose como humedad silenciosa en los cimientos de la vida cotidiana. No se oye su llegada, pero está en todas partes: en el cansancio que se acumula jornada tras jornada, en la asfixia de los barrios donde el verano se vuelve insoportable, en la factura que aumenta de forma inexorable mientras el salario permanece inerte. No son estadísticas frías ni gráficos en un informe técnico, sino la textura misma de una experiencia compartida que erosiona, gota a gota, la confianza en el futuro.
En medio de ese desgaste, el sistema comparece con soluciones que, más que reparar el daño, lo disimulan. La intervención se reviste de campañas luminosas, eslóganes cuidadosamente pulidos y compromisos solemnes, casi siempre respaldados por las mismas corporaciones que han contribuido a originar el problema. El feminismo aparece estampado en camisetas confeccionadas en talleres de explotación, el ecologismo se empaqueta en envases promocionados como “reciclables” que esconden cadenas de producción destructivas, y el derecho a la vivienda se convierte en hipotecas que atan a varias décadas de deuda.
El fracaso de estos remedios no es un accidente. Cuando inevitablemente se revela su insuficiencia, la sociedad oscila entre interpretarlo como incompetencia o como parte de un cálculo deliberado. Ese espacio intermedio, ambiguo y cargado de sospecha, es el terreno más fértil para los discursos reaccionarios, que, aunque carezcan de un proyecto de transformación real, encuentran en la frustración social un combustible inagotable.
El feminismo, concebido como herramienta para desmontar las estructuras que perpetúan la desigualdad de género, se ve atrapado en una doble distorsión. El mercado lo absorbe y lo convierte en moda, neutralizando su capacidad disruptiva, mientras ciertos sectores minoritarios, autoproclamados feministas, desplazan la lucha hacia un antagonismo abstracto contra lo masculino. Estas expresiones, aunque marginales, reciben una atención mediática desproporcionada, configurando una imagen deformada de la causa que alimenta el rechazo y facilita la expansión del antifeminismo.
La crisis climática sufre un proceso semejante. La degradación ambiental, documentada por consensos científicos, se reduce en el discurso público a campañas de “greenwashing”, donde empresas con una huella ecológica inmensa patrocinan cumbres medioambientales y anuncian productos “verdes” cuya producción depende de procesos extractivos devastadores. Con el tiempo, y tras tantas promesas incumplidas, una parte de la población empieza a percibir la crisis climática no como una urgencia sino como un artificio más.
La pandemia del COVID-19 aceleró este ciclo de desconfianza. Mensajes contradictorios, datos incompletos y medidas percibidas como arbitrarias minaron la legitimidad institucional. Lo sanitario se convirtió en identidad política y la deliberación racional cedió paso a un tribalismo de bandos opuestos.
Fenómenos similares pueden observarse en el tratamiento mediático de la inmigración o de la ocupación de viviendas. La excepción estadística se magnifica hasta convertirse en amenaza generalizada. El inmigrante deja de ser vecino para convertirse en competidor o peligro cultural, y el “okupa” se presenta como depredador de la propiedad legítima. La indignación, en lugar de dirigirse hacia las estructuras que generan la precariedad, se redirige hacia actores con igual o menor poder socioeconómico.
En España, la tensión entre independentismo y nacionalismo español se comporta como un mecanismo de retroalimentación perfecta. Cada gesto de un bloque alimenta la movilización del otro, saturando el espacio público de símbolos mientras las cuestiones materiales —empleo, vivienda, energía— permanecen sin resolver.
La lógica de todo este proceso es constante. Un problema real recibe un tratamiento superficial, su fracaso alimenta la desconfianza y esta se canaliza hacia explicaciones simplistas que dividen y fragmentan. El poder se preserva no por su fuerza directa, sino porque logra desviar la energía social hacia conflictos laterales que desgastan pero no transforman.
Este mecanismo no solo es político, sino profundamente cultural. Se apoya en la necesidad humana de certezas, en la inclinación a señalar culpables visibles aunque no sean los verdaderos responsables y en la seguridad emocional que ofrece pertenecer a un grupo frente a un adversario cercano. La emancipación, si es posible, pasa por invertir la dirección de nuestra mirada: dejar de enfrentarnos entre iguales y dirigir la atención hacia las estructuras verticales que determinan nuestra vida. Mientras sigamos mirando hacia los lados, el poder seguirá protegido bajo la sombra de su estrategia más antigua y eficaz: dividir para reinar.
Alex Corrons.
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