Del desfile al scroll infinito: cómo muta el autoritarismo entre el siglo XX y el XXI
Así como en el siglo XX el fascismo se alimentó de la cultura de la masa, el siglo XXI presencia su mutación digital bajo la cultura del smartphone. Lejos de ser un fenómeno puramente ideológico, el autoritarismo debe ser comprendido también como una estructura emocional, cultural y corporal que encuentra nuevas formas de expresión según el contexto histórico y tecnológico.
En el siglo pasado, la industrialización transformó radicalmente la vida humana: desplazó a millones de personas del campo a las ciudades, reconfiguró las relaciones sociales a través del trabajo fabril, impuso una nueva temporalidad regida por el reloj y la cadena de montaje. Este proceso no solo modificó el entorno físico y económico, sino que desarticuló los vínculos comunitarios tradicionales, produciendo una sensación de desarraigo, anonimato y vacío existencial. En este contexto de incertidumbre, el fascismo emergió como una promesa de orden, pertenencia y unidad.
Los regímenes fascistas del siglo XX supieron interpretar y canalizar ese malestar profundo. Lo hicieron no solo mediante discursos nacionalistas y autoritarios, sino a través de una sofisticada construcción estética y emocional. Como señaló Wilhelm Reich en La psicología de masas del fascismo, el éxito del fascismo no puede explicarse únicamente por la propaganda o el control político, sino por su capacidad para conectar con una estructura psíquica autoritaria ya presente en amplios sectores de la población. Reich describió cómo la represión emocional (especialmente la represión sexual), la educación autoritaria y el miedo a la libertad creaban sujetos que ansiaban someterse a una figura fuerte, a un padre simbólico que prometiera protección a cambio de obediencia.
En este marco, la masa no era simplemente un conjunto de individuos: era una configuración emocional y corporal. Las plazas se llenaban de cuerpos alineados, marchando al unísono, celebrando su fusión en una identidad superior, nacional y homogénea. El fascismo estetizó la obediencia colectiva, convirtió la represión en orgullo, y ofreció al individuo alienado la ilusión de ser parte de algo más grande que sí mismo. El líder carismático, omnipresente y monumental, ocupaba el centro simbólico de esa masa que lo adoraba con fervor casi religioso.
Sin embargo, el paso del tiempo, el desarrollo tecnológico y el avance del neoliberalismo no eliminaron esa disposición autoritaria. Solo la transformaron.
En el siglo XXI, el autoritarismo no desaparece: se reinventa bajo nuevas formas. Ya no se construye en las plazas, sino en las plataformas digitales; ya no se sostiene sobre la homogeneidad visible de la masa, sino sobre la fragmentación hipervisibilizada del individuo. La cultura del smartphone, como ecosistema emocional y dispositivo de control, ha inaugurado una nueva modalidad de sometimiento: más sutil, más personalizada, más difícil de percibir.
Hoy, el sujeto no marcha al paso, pero desliza el dedo sincronizadamente; no grita consignas colectivas, pero reacciona con likes o comentarios programados; no escucha discursos del líder en plazas, pero sigue cuentas virales que le dicen qué pensar, qué temer y a quién odiar. La obediencia ya no se impone desde un altavoz central, sino que se genera algorítmicamente, en la selección de contenidos que confirman prejuicios, alimentan miedos y polarizan opiniones.
Lo que Reich llamó la "coraza del carácter" —una rigidez muscular y emocional construida para reprimir el deseo y asegurar la sumisión— ha sido reemplazada por una armadura digital, hecha de notificaciones, dopamina instantánea, vigilancia invisible y recompensas simbólicas. El autoritarismo contemporáneo ya no necesita imponer un orden externo con bayonetas, porque ha aprendido a moldear el deseo desde dentro, a través de las emociones, las pantallas y los hábitos cotidianos.
El nuevo fascismo no se impone como una ruptura del orden democrático, sino que se filtra dentro de él, camuflado de libertad de expresión, de espontaneidad viral, de sentido común reaccionario. Es un fascismo de baja intensidad, pero de alta penetración emocional. Y, como su predecesor, no requiere tanto de la violencia directa como del consentimiento entusiasta de quienes creen actuar por voluntad propia.
La plaza ha sido reemplazada por el feed; el desfile, por el scroll infinito; el líder monumental, por el influencer viral; la obediencia colectiva, por el automatismo individual. Pero en el fondo, el mecanismo sigue siendo el mismo: generar miedo, ofrecer orden, y canalizar el deseo hacia la sumisión.
El fascismo ha mutado con los tiempos: de cuerpos alineados en la plaza a dedos alineados sobre pantallas. Pero su lógica profunda persiste, adaptándose a las formas culturales de cada época. Comprenderlo no solo como una ideología, sino como una estructura emocional y tecnológica, es el primer paso para desactivarlo.
Alex Corrons.
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