26 ago 2025

El espejismo democrático y la tragicomedia de los partidos

Las democracias liberales han vendido durante décadas una ilusión bastante rentable. El ciudadano deposita un papel en una urna y, mágicamente, se convierte en soberano. El ritual es solemne, con cabinas discretas, urnas transparentes y un escrutinio que recuerda a una ceremonia religiosa. El problema es que, una vez pasada la liturgia, el poder regresa a sus verdaderos dueños, que no son precisamente los vecinos de la escalera.

Los partidos políticos cumplen aquí la función de prestidigitadores. Agitan las manos, discuten entre ellos, se insultan con pasión y nos convencen de que algo está en juego. En realidad se parecen más a una troupe circense que a representantes del pueblo. Eso sí, en lugar de payasos con nariz roja tenemos líderes con traje y corbata, que cumplen con igual eficacia la misión de entretener.

El efecto principal de los partidos es dividir. No la división creativa que surge de la pluralidad de ideas, sino la división estéril de las trincheras. Cada ciudadano termina reducido a una etiqueta. “Eres de los míos o de los otros”. Y como en toda buena pelea de taberna, la cuestión ya no es quién tiene razón, sino quién grita más fuerte. Entre tanto, las élites económicas observan la escena con calma, como quien mira un partido de tenis desde el palco vip, sabiendo que, gane quien gane, ellas siempre conservan la raqueta, la pista y la pelota.

Conviene recordar que en el ADN mismo de la palabra partido habita la fractura. No existe para unir, sino para partir, para fragmentar, para marcar un “nosotros” y un “ellos”. No es casualidad, es la esencia misma de la institución. Quien espere unidad de un partido pide peras al olmo.

Lo curioso es que esta fragmentación permanente se nos presenta como virtud democrática. Nos dicen que la competencia entre partidos garantiza libertad y equilibrio. En realidad garantiza parálisis y enfrentamiento continuo. El ciudadano, atrapado en la rueda, se convence de que la próxima elección lo cambiará todo. Cada cuatro años se reinicia la esperanza, como quien vuelve con su ex pensando que esta vez sí ha cambiado. Y cada cuatro años llega la decepción, acompañada de la inevitable frase “esta vez sí que me engañaron”.

La existencia misma de partidos asegura que el poder real permanezca intocable. Las corporaciones, los bancos, los grandes inversores no necesitan partidos para coordinarse. Están perfectamente unidos por un interés común, mientras el pueblo se desangra en guerras culturales, debates televisivos y eternas discusiones sobre ideologías que raramente se traducen en transformaciones concretas. Si esto fuera un chiste, sería el de “dos pobres discutiendo sobre quién debe pagar la cuenta mientras el rico se lleva la caja registradora”.

Por todo ello, la crítica radical a los partidos no se resuelve inventando uno nuevo con apariencia más fresca o con un marketing menos rancio. La solución pasa por cuestionar la institución misma. El pueblo no necesita delegar en intermediarios profesionales que convierten la política en negocio propio. Lo que necesita es recuperar su capacidad de decisión directa, articular consensos sin siglas ni jerarquías, organizarse de manera que el disenso no sea motivo de guerra civil simbólica, sino materia prima para acuerdos comunitarios.

La abolición de los partidos no implica silenciar voces, sino lo contrario, multiplicarlas sin que nadie pueda monopolizarlas. Implica dejar de jugar a la tragicomedia de elegir al administrador temporal del mismo sistema y empezar a ejercer un poder que no se pueda reducir a urnas ni a discursos prefabricados. Significa, en definitiva, dejar de pelear en el barro mientras los verdaderos dueños del circo cuentan las monedas de la taquilla.

En realidad, la sospecha sobre los partidos no es nueva. Ya en el Contrato Social, Rousseau advertía de que “en el momento en que hay facciones parciales, la voluntad general deja de ser tal”. El propio Madison, uno de los padres de la Constitución estadounidense, temía a las “facciones” y diseñó un sistema para contenerlas, aunque terminó siendo un parque temático para ellas. Y en tiempos más cercanos, Cornelius Castoriadis recordó que los partidos son, en esencia, “aparatos de poder burocrático” cuya misión no es representar, sino domesticar a la ciudadanía. Bakunin fue aún más claro al denunciar que cualquier partido que accede al poder, incluso con las mejores intenciones, termina por convertirse en una nueva forma de tiranía. Kropotkin, por su parte, defendió que la cooperación y el apoyo mutuo eran las verdaderas bases de una sociedad libre, y no la competencia organizada en siglas. Y Simone Weil, en su célebre “Nota sobre la supresión general de los partidos políticos”, fue todavía más lejos: afirmó que la mera existencia de partidos constituye un mecanismo de opresión intelectual y moral, y que su eliminación era condición indispensable para recuperar la verdad y la justicia en la vida pública. La historia no deja de repetirse, solo cambia el logo y el color de las banderitas.

Quizá el camino pase por lo que nunca nos recomiendan los noticiarios ni los tertulianos. Organizarse desde abajo, escucharse sin miedo a disentir, buscar consensos sin manual de instrucciones partidista. Puede que no sea fácil, puede que incluso resulte caótico, pero al menos sería nuestro caos y no el orden prestado de quienes viven de dividirnos. Y quién sabe, tal vez el día que el pueblo deje de votar a sus domadores y decida montar su propio circo, descubramos que no necesitamos jaulas ni látigos para convivir, sino la voluntad de reírnos juntos, inventar nuestras propias reglas y disfrutar del espectáculo. Porque si la política es un show, al menos que el guión lo escribamos nosotros, que los malabares sean colectivos, y que la risa y la creatividad sean nuestra arma secreta para cambiarlo todo.

Alex Corrons.

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