La política tiene sus ironías. Una de ellas es que la izquierda, en muchas ocasiones, acierta en todo lo que dice, pero falla estrepitosamente en cómo lo dice. Advierte de la desigualdad, de la catástrofe climática, de la precariedad laboral, de las injusticias y de los abusos del poder. Y lo hace con tanta insistencia que uno sale de escuchar un mitin con la sensación de necesitar un abrazo… o un ansiolítico. La paradoja es que, siendo la que más razón tiene en sus diagnósticos, acaba pareciendo la menos atractiva.
El capitalismo, en cambio, es un maestro del ilusionismo. Te promete que todos podemos ser ricos, que basta con madrugar mucho, visualizar un coche deportivo y sonreír al espejo. Es como ese amigo que siempre tiene un plan para hacerse millonario con criptomonedas, NFTs o aguacates ecológicos. Sabes que es humo, pero lo cuenta con tanta convicción que por un momento casi le crees. Gustave Le Bon ya lo vio claro en Psicología de las masas: lo que arrastra no son los datos, sino las imágenes simples y seductoras. Y de imágenes seductoras el capitalismo sabe tanto como Netflix lanzando una nueva serie.
La izquierda, en cambio, tiende a ser la voz ceniza en la boda. La que recuerda que el champán es barato, que el traje del novio está arrugado y que además se avecina tormenta. Todo cierto, pero nadie quiere bailar con quien se pasa la noche recordándote que todo acabará mal. Antonio Gramsci lo dijo con más elegancia: hay que combinar el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad. El problema es que demasiadas veces nos quedamos solo con lo primero, y terminamos siendo el equivalente político de un aguacate pocho.
La psicología social confirma lo que la intuición nos dice. Martin Seligman demostró con sus experimentos sobre la indefensión aprendida que cuando las personas creen que nada de lo que hagan puede cambiar las cosas, acaban tirando la toalla. Si los movimientos sociales repiten una y otra vez que el sistema es invencible, que todo esfuerzo será inútil, no están movilizando a la gente, están deprimiéndola. Y nadie se levanta un lunes con ganas de sumarse a un proyecto deprimente.
Mientras tanto, el capitalismo sigue desplegando un relato épico de superación personal. “Si quieres, puedes”, “sé tu mejor versión”, “nunca te rindas”. Es mentira, claro, pero al menos suena bien. La izquierda, en cambio, ofrece un catálogo de prohibiciones y advertencias. En el mercado de las ideas, uno vende Ferrari y el otro vende austeridad energética. Adivinen qué se lleva más aplausos.
El resultado es una asimetría narrativa. El capitalismo miente, pero enamora. La izquierda dice la verdad, pero aburre. Y en política, como en Tinder, no gana quien tiene el perfil más sincero, sino quien sabe seducir con una buena foto y una frase ingeniosa.
Aquí conviene recuperar a Ernst Bloch y su Principio esperanza. Decía que las sociedades solo avanzan cuando imaginan futuros mejores. Si la izquierda renuncia a esa capacidad de soñar, lo único que ofrece es una conciencia lúgubre. Y ya tenemos suficiente con la factura de la luz como para que encima nos quiten la esperanza.
El desafío es enorme, pero no imposible. Se trata de aprender a narrar el cambio como algo deseable, emocionante y hasta divertido. No basta con señalar injusticias, hay que invitar a la gente a imaginarse viviendo mejor. Y sí, incluso a reírse en el proceso. Porque, como decía Oscar Wilde, un mapa del mundo sin utopía no merece ni siquiera ser mirado.
Tal vez el reto de la izquierda consista en convertirse en algo más que la Pepito Grillo de la política. Necesita ser también el amigo optimista que no solo te avisa de los problemas, sino que te convence de que vale la pena afrontarlos porque el resultado será una vida mejor. Que la crítica vaya acompañada de fiesta, que la denuncia tenga música de fondo, que la alternativa no se explique como un sacrificio eterno, sino como una oportunidad para vivir con más dignidad… y, por qué no, con más alegría.
Porque el futuro no tiene por qué ser un funeral interminable. Puede ser un baile, un banquete, una celebración colectiva en la que nadie quede fuera. Y sí, el champán quizá siga siendo barato, pero lo importante será brindar juntos. Esa es la verdadera utopía: no un mundo perfecto, sino un mundo donde, por fin, la esperanza también sea contagiosa.
Y si la izquierda logra eso, entonces, quién sabe… quizá incluso vuelva a ser invitada a las fiestas. Eso sí: que esta vez no se acerque al DJ a pedir “La Internacional”, que bastante sufrimos ya con Paquito el Chocolatero.
Alex Corrons.
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