En 1948, con la creación del Estado de Israel, más de 750.000 palestinos fueron expulsados de sus hogares en lo que ellos llaman la Nakba, “la catástrofe”. Pueblos enteros fueron borrados del mapa y sus habitantes forzados al exilio en campos que todavía hoy albergan a millones. Este desplazamiento masivo no fue un accidente, sino la primera fase de una colonización violenta y sostenida que ha definido la historia palestina durante más de siete décadas.
Tras la guerra de 1967, Israel ocupó militarmente Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este, violando el derecho internacional y estableciendo un régimen de ocupación que ha impuesto un control absoluto sobre la vida palestina. Los asentamientos ilegales se expandieron rápidamente, fragmentando el territorio y cerrando la puerta a la viabilidad de un Estado palestino. El muro de separación y los checkpoints transformaron Cisjordania en un laberinto de restricciones y humillaciones cotidianas.
La población actual de Israel está compuesta mayoritariamente por migrantes y sus descendientes. Aproximadamente un 75% de los israelíes son judíos, pero la mayoría no tiene raíces ancestrales profundas en Palestina o la región circundante. Gran parte son inmigrantes o hijos de inmigrantes provenientes de Europa oriental, Rusia, Norte de África, Oriente Medio y otras regiones, trasladados en oleadas migratorias masivas durante el siglo XX, especialmente tras el Holocausto y la descolonización. Solo una minoría, alrededor del 20%, son judíos sefardíes o mizrajíes con presencia histórica en la región, y un porcentaje aún menor corresponde a judíos con antiguas raíces en la zona. En contraste, la población palestina mantiene una continuidad histórica milenaria en esas tierras, lo que cuestiona la legitimidad histórica y legal del Estado israelí en cuanto a su derecho sobre estas tierras.
El sionismo, ideología política que sustentó la creación del Estado de Israel, no es solo un movimiento nacionalista judío, sino un entramado de poder económico, político y mediático que ha logrado mantener y fortalecer un Estado basado en la exclusión y el despojo. Los tentáculos del sionismo se extienden por gobiernos, instituciones financieras, grandes corporaciones, y medios de comunicación a nivel global, asegurando la impunidad de Israel ante cualquier condena internacional. La presión política y económica, sobre todo ejercida por grupos de influencia en Estados Unidos y Europa, ha silenciado voces críticas, bloqueado resoluciones en organismos internacionales y mantenido un sistema de privilegios que perpetúa la ocupación y el genocidio.
La Organización para la Liberación de Palestina (OLP), fundada en 1964, fue la entidad reconocida internacionalmente como representante legítima del pueblo palestino y la cabeza visible de la lucha por la autodeterminación. Bajo la dirección de Yaser Arafat, la OLP intentó negociar con Israel, resultando en los Acuerdos de Oslo en 1993, que prometían la creación de un Estado palestino. Sin embargo, estas esperanzas se vieron frustradas por la expansión continuada de los asentamientos y la falta de voluntad israelí para cumplir los compromisos.
La Autoridad Nacional Palestina (ANP), creada tras Oslo, quedó atrapada en un limbo: delegada de ciertos poderes administrativos pero sin control real sobre su territorio ni capacidad para detener la colonización.
En este complejo escenario emergió Hamás, surgido en 1987 durante la Primera Intifada como brazo político y militar de la Hermandad Musulmana palestina. Curiosamente, en sus inicios, Hamás fue tolerado e incluso alentado por Israel, que vio en este grupo islamista un contrapeso a la influencia secular y nacionalista de la OLP y la ANP. Esta estrategia buscaba dividir la resistencia palestina, debilitando a la OLP para facilitar la ocupación. Israel facilitó la financiación indirecta a Hamás al permitir su crecimiento y dejando que sus actividades se expandieran con cierta permisividad, ignorando que esta decisión reforzaría un actor que posteriormente se convertiría en el principal enemigo del Estado israelí y el pretexto para bloqueos y ofensivas masivas en Gaza.
El asesinato de Yaser Arafat en 2004 marcó un punto de inflexión. Isabel Pisano, periodista y ex esposa de Arafat, declaró que fue envenenado por su propio primo bajo encargo directo de George W. Bush, con la intención de eliminar un símbolo que apostaba por una paz justa y que complicaba los intereses de las grandes potencias en la región. Sin Arafat, la fragmentación política palestina se profundizó, y la Autoridad Nacional Palestina perdió legitimidad y capacidad de acción ante la escalada de la ocupación y la violencia.
Desde octubre de 2023, Gaza sufre una ofensiva militar devastadora que ha causado la muerte de más de 61.000 palestinos, la mayoría civiles, incluyendo miles de niños. Hospitales, escuelas, mezquitas y barrios enteros han sido destruidos por bombardeos indiscriminados. El bloqueo impuesto desde hace años ha llevado a Gaza al borde de la hambruna; la ONU advierte que toda la población está en riesgo crítico por la falta de alimentos, agua potable y medicinas. Los convoyes humanitarios son atacados, y cooperantes de organizaciones no gubernamentales han sido asesinados deliberadamente, incluso cuando sus vehículos iban claramente señalizados.
El discurso oficial del gobierno israelí refleja esta brutalidad con palabras que no esconden su intención genocida. El ministro de Defensa, Yoav Gallant, calificó a los palestinos como “animales humanos” y prometió “actuar en consecuencia”. El ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, ha pedido la “aniquilación total” de ciudades como Rafah y ha afirmado que dejar morir de hambre a millones puede ser “justificado y moral”. Otros líderes como Amichai Eliyahu han sugerido incluso el uso de armas nucleares sobre Gaza. Estas declaraciones, lejos de ser aisladas, son parte de una estrategia política respaldada por sectores amplios dentro del Estado israelí.
Lo que ocurre hoy no es un conflicto entre iguales. Es la imposición sistemática de un apartheid, reconocido como tal por organizaciones internacionales como Human Rights Watch y Amnistía Internacional. Es la violación continua del derecho internacional y la comisión de crímenes de guerra. Es un genocidio que se ejecuta ante la pasividad y complicidad internacional.
La comunidad global, a pesar de contar con instrumentos legales y políticos para actuar, permanece en gran medida paralizada. Estados Unidos utiliza su poder de veto para proteger a Israel en la ONU. Europa emite condenas tibias y evita sanciones efectivas. Este silencio y falta de acción legitiman el exterminio.
Ante esta realidad, el mundo no puede seguir mirando hacia otro lado. Es urgente exigir sanciones económicas, embargos militares y el aislamiento político de Israel hasta que se detenga la agresión y se respeten los derechos del pueblo palestino. Si es necesario, deben contemplarse medidas más contundentes para detener este genocidio.
La historia juzgará con dureza a quienes callaron ante esta masacre. La justicia y la dignidad del pueblo palestino demandan que levantemos la voz y exijamos el fin de esta ocupación y la restitución de sus derechos. Palestina no clama por caridad, sino por justicia y libertad.
La responsabilidad moral recae sobre cada uno de nosotros. La humanidad debe actuar ahora, porque permitir este genocidio es manchar para siempre nuestra conciencia colectiva. La libertad y la vida de Palestina están en juego. Y nuestra voz puede marcar la diferencia.
Alex Corrons.
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