Nadie
debería trabajar.
El
trabajo es la fuente de casi toda la miseria en el mundo. Casi todos
los males que puedas mencionar provienen del trabajo, o de vivir en
un mundo diseñado para el trabajo. Para dejar de sufrir, tenemos que dejar de trabajar.
Esto
no significa que tenemos que dejar de hacer cosas. Significa crear
una nueva forma de vivir
basada en el juego; en otras palabras, una convivencia lúdica,
comensalismo, o tal vez incluso
arte. El juego no es sólo el de los niños, con todo y lo valioso
que éste es. Pido una aventura
colectiva en alegría generalizada y exhuberancia libremente
interdependiente. El juego no
es pasivo. Sin duda necesitamos mucho más tiempo para la simple
pereza y vagancia que el que
tenemos ahora, sin importar los ingresos y ocupaciones, pero, una vez
recobrados de la fatiga inducida por el trabajo, casi todos nosotros
queremos actuar. El Oblomovismo y el Estajanovismo
son dos lados de la misma moneda despreciada.
La
vida lúdica es totalmente incompatible con la realidad existente.
Peor para la "realidad", ese pozo
gravitatorio que absorbe la vitalidad de lo poco en la vida que aún
la distingue de la simple supervivencia.
Curiosamente -o quizás no- todas las viejas ideologías son
conservadoras porque creen en el trabajo. Algunas de ellas, como el
Marxismo y la mayoría de las ramas del anarquismo, creen en el
trabajo aún más fieramente porque no creen en casi ninguna otra
cosa.
Los
liberales dicen que deberíamos acabar con la discriminación en los
empleos. Yo digo que deberíamos
acabar con los empleos. Los conservadores apoyan leyes del
derecho-a-trabajar. Siguiendo
al yerno descarriado de Karl Marx, Paul Lafargue, yo apoyo el derecho
a ser flojo. Los
izquierdistas favorecen el empleo total. Como los surrealistas
-excepto que yo no bromeo- favorezco
el desempleo total. Los Trostkistas agitan por una revolución
permanente. Yo agito por
un festejo permanente. Pero si todos los ideólogos defienden el
trabajo (y lo hacen) -y no sólo
porque planean hacer que otras personas hagan el suyo- son
extrañamente renuentes a admitirlo.
Hablan interminablemente acerca de salarios, horas, condiciones de
trabajo, explotación,
productividad, rentabilidad. Hablarán
alegremente sobre todo menos del trabajo en sí
mismo. Estos expertos que se ofrecen a pensar por
nosotros raramente comparten sus ideas sobre
el trabajo, pese a su importancia en nuestras vidas. Discuten entre
ellos sobre los detalles.
Los sindicatos y los patronos concuerdan en que deberíamos vender el
tiempo de nuestras
vidas a cambio de la supervivencia, aunque regatean por el precio.
Los Marxistas piensan que deberíamos ser mandados por burócratas.
Los anarco-capitalistas piensan que deberíamos
ser mandados por empresarios. A las feministas no les importa cuál
sea la forma de
mandar, mientras sean mujeres las que manden. Es claro que estos ideo - locos tienen serias diferencias
acerca de cómo dividir el botín del poder. También es claro que
ninguno de ellos tiene
objeción alguna al poder en sí mismo, y todos
ellos desean mantenernos trabajando.
Debes
estar preguntándote si bromeo o hablo en serio. Pues bromeo y hablo
en serio. Ser lúdico
no es ser ridículo. El juego no tiene que ser
frívolo, aunque la frivolidad no es trivialidad: con
frecuencia debemos tomar en serio la frivolidad. Deseo que la vida
sea un juego -pero un juego
con apuestas altas-. Quiero jugar para ganar.
La
alternativa a trabajar no es el ocio solamente. Ser lúdico no es
ser estático. Aunque valoro el placer
de la pereza, nunca es mas satisfactoria que cuando sirve de
intermedio entre otros placeres
y pasatiempos. Tampoco promuevo
esa válvula de seguridad disciplinada y gerenciada
llamada "tiempo libre"; nada de eso. El tiempo libre es no
trabajar por el bien del trabajo.
El tiempo libre es tiempo gastado en recobrarse del trabajo, y en el
frenético pero inútil intento
de olvidarse del trabajo. Mucha gente regresa de sus vacaciones tan
agotada que desean
volver al trabajo para descansar. La diferencia
principal entre el tiempo libre y el trabajo es
que al menos te pagan por tu alienación y agotamiento.
No
estoy jugando a las definiciones. Cuando digo que quiero abolir el
trabajo, me refiero justo a lo
que digo, pero quiero decir a lo que me refiero definiendo mis
términos de formas no idiosincráticas.
Mi definición mínima del trabajo es labor forzada, es decir,
producción impuesta. Ambos
elementos son esenciales. El trabajo es producción
impuesta por medios económicos o políticos,
por la zanahoria o el látigo (la zanahoria es sólo el látigo por
otros medios). Pero no toda
creación es trabajo. El trabajo nunca es hecho
por amor al trabajo mismo, sino para obtener
un producto o resultado que el trabajador (o, con más frecuencia,
alguien más) recibe del
mismo. Esto es lo que el trabajo debe ser. Definirlo es
despreciarlo. Pero el trabajo es usualmente
peor de lo que indica su definición.
La dinámica de dominación contenida por el trabajo
tiende a desarrollarse con el tiempo. En las sociedades avanzadas e
infestadas de trabajo,
incluyendo todas las sociedades industriales,
capitalistas o "comunistas", el trabajo siempre
adquiere otros atributos que lo hacen aún más nocivo.
Usualmente
-y esto es aún más cierto en los países "comunistas"
que en los capitalistas, donde el
estado es casi el único patrono y todos son empleados- el trabajo
es asalariado, lo que significa
venderte a ti mismo a plazos. Así que el 95% de los estadounidenses
que trabajan, trabajan
para alguien (o algo) más. En la URSS o Cuba o Yugoslavia o
cualquier otro modelo alternativo
que puedas mencionar, la cifra correspondiente
se aproxima al 100%. Solo los fortificados
bastiones de campesinos del Tercer Mundo -Méjico, India, Brasil,
Turquía- albergan temporalmente
concentraciones significativas de agricultores que perpetúan el
acuerdo tradicional
de la mayoría de los trabajadores en los últimos milenios: el pago
de impuestos (=rescate)
al estado o renta a los parasíticos terratenientes, a cambio de que
les dejen en paz en todo
lo demás. Incluso éste simple trato empieza a verse agradable.
Todos los trabajadores industriales
(y de oficina) se encuentran bajo el tipo de supervisión que
asegura el servilismo.
Pero
el trabajo moderno tiene peores implicaciones. La gente no sólo
trabaja, tienen "empleos". Una
persona realiza una tarea productiva todo el tiempo "¡o si
no...!". Aún si la tarea tiene aunque
sea un átomo de interés intrínseco (y cada vez menos trabajos lo
tienen) la monotonía de
su obligatoriedad exclusiva elimina su potencial lúdico. Un
"empleo" que podría atraer la energía
de algunas personas, por un tiempo razonable, por pura diversión,
es tan sólo una carga
para aquellos que tienen que hacerlo por cuarenta horas a la semana
sin voz ni voto sobre
cómo debería hacerse, para beneficio de propietarios que no
contribuyen en nada al proyecto,
y sin oportunidad de compartir las tareas o distribuir el trabajo
entre aquellos que tienen
que hacerlo. Este es el verdadero mundo del trabajo: Un mundo de
estupidez burocrática,
de acoso sexual y discriminación, de
jefes cabeza hueca explotando y descargando la
culpa sobre sus subordinados, quienes -según cualquier criterio
técnico-racional- deberían estar
dirigiendo todo. Pero el capitalismo en el mundo real sacrifica la
maximización racional de la
productividad y el beneficio ante las exigencias del control
organizacional.
La
degradación que experimentan la mayoría de los trabajadores es la
suma de varias indignidades
que pueden ser denominadas como "disciplina". Foucault ve
este fenómeno de manera
complicada, pero es muy simple. La disciplina consiste en la
totalidad de los controles totalitarios
en el lugar de trabajo -supervisión, movimientos repetitivos,
ritmos de trabajo impuestos,
cuotas de producción, fichar, etc-. La disciplina es lo que la
fábrica, la oficina y la tienda
comparten con la cárcel, la escuela y el hospital psiquiátrico. Es
algo históricamente nuevo
y horrible. Va más allá de las capacidades de los dictadores
demoníacos de antaño como Nerón
y Gengis Khan e Iván el Terrible. Pese a sus malas intenciones,
ellos no tenían la maquinaria
para controlar a sus súbditos tan completamente como los déspotas
modernos. La disciplina
es el modo de control moderno, especialmente
diabólico, es una irrupción novedosa que
debe ser detenida a la primera oportunidad.
Eso
es el "trabajo". El juego es todo lo contrario. El juego
es siempre voluntario. Lo que de otro modo
sería un juego, es trabajo si es forzado. Esto es axiomático.
Bernie de Koven ha definido el
juego como la "suspensión de las consecuencias". Esto es
inaceptable si significa que el juego
es inconsecuente. No es que el juego no tenga consecuencias. Eso
sería rebajar al juego. El
asunto es que las consecuencias, si las hay, son gratuitas. El jugar
y el dar están estrechamente
relacionados, son facetas conductuales y transaccionales del mismo
impulso, -el instinto
de jugar-. Ambos comparten un desdén aristocrático hacia los
resultados. El jugador recibe
algo al jugar; es por eso que juega. Pero la recompensa principal es
la experiencia de la actividad
misma (cualquiera que sea). Algunos estudiosos del juego,
normalmente atentos (como
el Homo Ludens de Johan Huizinga), lo definen como "seguir
reglas". Respeto la erudición
de Huizinga pero rechazo enfáticamente sus restricciones. Existen
buenos juegos (ajedrez,
baseball, monopolio, bridge) que están regidos por reglas, pero hay
mucho mas en jugar
que seguir reglas. La conversación, el sexo, el baile, los viajes
-estas prácticas no siguen reglas,
pero son juegos sin la menor duda. Y es posible jugar con las reglas
tanto como con cualquier
otra cosa-.
El
trabajo hace de la libertad una burla. El discurso
oficial dice que todos tenemos derechos y vivimos
en una democracia. Otros desafortunados que no son libres como
nosotros tienen que vivir
en estados policiales. Estas víctimas obedecen órdenes "¡o
si no...!", sin importar cuán arbitrarias.
Las autoridades les mantienen bajo supervisión constante. Los
burócratas del Estado
controlan hasta los detalles más pequeños de la vida diaria. Los
oficiales que les empujan
de un lado a otro sólo responden ante sus superiores, públicos o
privados. De cualquier
modo, la disensión y la desobediencia son castigados. Los
informantes reportan regularmente
a las autoridades. Se supone que todo esto es muy malo.
Y
lo es, excepto que no es sino una descripción del puesto de trabajo
moderno. Los liberales y conservadores
y anarco-capitalistas que lamentan el totalitarismo
son falsos e hipócritas. Hay más
libertad en cualquier dictadura moderadamente desestalinizada que en
el típico puesto de trabajo
estadounidense. Encuentras el mismo tipo de jerarquía y disciplina
en una oficina o fábrica
que en una cárcel o monasterio. De hecho, como Foucault y otros han
mostrado, las cárceles
y las fábricas surgieron casi al
mismo tiempo, y sus operadores copiaron conscientemente
las técnicas de control de unas y de otras. Un trabajador es un
esclavo de medio
tiempo. El jefe dice cuándo llegar, cuándo irse, y qué hacer
entre los dos. Te dice cuánto trabajo
hacer y qué tan rápido. Puede llevar su control hasta extremos
humillantes, regulando, si le
da la gana, las ropas que llevas o qué tan a menudo puedes ir al
baño. Con unas pocas excepciones,
puede despedirte por cualquier razón, o sin razón. Eres espiado
por informantes y supervisores,
amasa un expediente de cada empleado. Contestarle es llamado "insubordinación",
como si el trabajador fuese un niño malo, y no sólo hace que te
despidan, te descalifica
para compensación de desempleo. Sin aprobarlo necesariamente para
ellos tampoco,
hay que señalar que los niños en la casa y en la escuela reciben
un tratamiento similar,
en este caso justificado por su supuesta inmadurez. ¿Qué nos dice
esto acerca de sus padres
y maestros que trabajan?
El
humillante sistema de dominación que he descrito
rige sobre la mitad de las horas de vigilia de
una mayoría de mujeres y la vasta mayoría de los hombres por
décadas, por la mayor parte de
sus vidas. Para ciertos propósitos, no es del todo erróneo llamar
a nuestro sistema democracia
o capitalismo o -mejor aún- industrialismo, pero sus verdaderos
nombres son fascismo
de fábrica y oligarquía de oficina. Quien diga que esta gente es
"libre" es un mentiroso o
un estúpido. Eres lo que haces. Si haces trabajo aburrido, estúpido
y monótono, lo más probable
es que tú mismo acabarás siendo aburrido, estúpido y monótono.
El trabajo explica la creciente
cretinización a nuestro alrededor mucho mejor que otros mecanismos
idiotizantes como
la televisión y la educación. Quienes viven marcando el paso,
todas sus vidas, llevados de
la escuela al trabajo y enmarcados por la familia al comienzo y el
asilo al final, están habituados
a la jerarquía y esclavizados psicológicamente. Su aptitud para la
autonomía se encuentra
tan atrofiada, que su miedo a la libertad es una de sus pocas fobias
con base racional.
El entrenamiento de obediencia en el trabajo se traslada hacia las
familias que inician, reproduciendo
así el sistema en más de una forma, y hacia la política, la
cultura y todo lo demás.
Una vez que absorbes la vitalidad de la gente en el trabajo, es
probable que se sometan a
la jerarquía y la experticia en todo. Están acostumbrados a ello.
Vivimos
tan cerca del mundo del trabajo que no vemos lo que nos hace.
Tenemos que basarnos en
observadores externos de otros tiempos u otras
culturas para apreciar el extremismo y la patología
de nuestra posición presente. Hubo un tiempo en nuestro pasado en
que la "ética del trabajo"
hubiese sido incomprensible, y quizás Weber comprendió algo
importante cuando conectó
su aparición con una religión, el Calvinismo, que si hubiese
aparecido hoy, en vez de hace
cuatro siglos, hubiese sido llamado acertadamente una secta. De
cualquier forma, sólo tenemos
que usar la sabiduría de la antigüedad para poner el trabajo en
perspectiva. Los antiguos
veían el trabajo tal como era, y su punto de vista prevaleció,
pese a los locos calvinistas,
hasta que fue desterrado por el industrialismo
-pero no antes de ser promovido por sus
profetas-.
Imaginemos
por un momento que el trabajo no convierte a la gente en sumisos
atontados. Imaginemos,
contra cualquier psicología creíble y contra la ideología de sus
defensores, que no tiene
efecto en la formación del carácter. E imaginemos que el trabajo
no es tan aburrido, agotador
y humillante como todos sabemos que realmente es. Aún así, el
trabajo sigue siendo una
burla de todas las aspiraciones democráticas
y humanísticas, sólo porque usurpa tanto de nuestro
tiempo. Sócrates dijo que los trabajadores manuales suelen ser
malos amigos y malos ciudadanos,
porque no tienen tiempo de cumplir con las responsabilidades de la
amistad y la ciudadanía.
Tenía razón. A causa del trabajo, sin importar lo que hagamos, nos
la pasamos mirando
los relojes. La única cosa "libre" sobre el llamado
tiempo libre es que no le cuesta nada al
jefe. El tiempo libre está dedicado en su mayoría a prepararse
para ir al trabajo, ir al trabajo, regresar
del trabajo, y recobrándose del trabajo. El tiempo libre es un
eufemismo para la manera
peculiar en que el trabajador, como factor de producción, no sólo
se transporta a sí mismo,
a sus propias expensas, desde y hacia el
puesto de trabajo, sino que además asume la responsabilidad
por su propio mantenimiento y reparación. El carbón y el acero no
hacen eso. Las
máquinas fresadoras y las de escribir no hacen eso. Pero los
empleados lo hacen. Con razón
Edward G. Robinson, en una de sus películas de gángsteres, exclamó
"¡el trabajo es para los
estúpidos!"
Platón
y Jenofonte atribuyen a Sócrates, y obviamente comparten con él,
una comprensión de los
efectos destructivos del trabajo en el trabajador como ciudadano y
como ser humano. Herodoto
identificó el desprecio por el trabajo como un atributo de los
griegos clásicos en la cumbre
de su cultura. Cicerón dijo que "quien da su labor a cambio de
dinero se vende a sí mismo,
y se coloca al mismo nivel que los esclavos". Su candor es raro
ahora, pero las sociedades
primitivas contemporáneas a las que solemos
ver con desprecio nos proveen de portavoces
que han intrigado a los antropólogos de Occidente. Los Kapaku de
Irián del Oeste, según
Posposil, tienen una concepción de balance en la vida, y por ello
trabajan un día si y otro no,
el día de descanso destinado a "recobrar el poder y salud
perdidos". Nuestros antepasados, incluso
en el siglo dieciocho, cuando ya habían recorrido la mayor parte
del camino hacia nuestro
actual predicamento, al menos sabían lo que nosotros hemos
olvidado, el lado siniestro de
la industrialización. Su devoción religiosa a "San Lunes"
-con lo cual establecieron una semana
laboral de cinco días 150-200 años antes de su consagración
legal- era la desesperación
de los primeros propietarios de fábricas. Les tomó un largo tiempo
someterse a la
tiranía de la campana, predecesora del reloj. De hecho, se necesitó
una generación o dos para
reemplazar adultos varones con mujeres acostumbradas a la obediencia
y niños que podían
ser moldeados para ajustarse a las necesidades industriales. Incluso
los campesinos explotados
del Antiguo Régimen le sustraían un tiempo sustancial a su trabajo
para el Señor. De
acuerdo a Lafargue, un cuarto del calendario de los campesinos
franceses estaba dedicado a
domingos y días festivos, y las cifras de Chayanov sobre los
poblados de la Rusia Zarista -nada
más lejos de una sociedad progresista- también muestra que un
cuarto o quinto de los días
de los campesinos se dedicaba al reposo. Controlando para la
productividad, estamos obviamente
muy por detrás de éstas sociedades atrasadas. Los muziks
explotados se preguntarían
porqué cualquiera de nosotros se molesta siquiera en trabajar.
También nosotros deberíamos.
Sin
embargo, para captar completamente la enormidad de nuestro
deterioro, consideremos la condición
original de la humanidad, sin gobierno o propiedad, cuando vagábamos
como cazadores-recolectores.
Hobbes decía que la vida era violenta, brutal y breve. Otros asumen que
la vida era una lucha desesperada y sin cuartel por la subsistencia,
una guerra contra la naturaleza,
con la muerte y el desastre esperando a los desafortunados o a
cualquiera que no estuviese
a la altura del desafío de la lucha por la existencia. En realidad,
todo eso era una proyección
de los miedos ante el colapso de la autoridad del gobierno sobre
comunidades que no
estaban acostumbradas a vivir sin él, como la Inglaterra de Hobbes
durante la Guerra Civil. Los
compatriotas de Hobbes ya habían encontrado formas de sociedad
alternativas que ilustraban
otras formas de vida -en Norte América, en particular- pero incluso
éstas se hallaban demasiado
lejos de su experiencia para ser comprensibles. (Las clases bajas,
más cercanas a la
condición de los indios, lo entendieron mejor y a menudo la
encontraron atractiva. A lo largo del
siglo diecisiete, muchos colonos ingleses desertaron para unirse a
las tribus o, habiendo sido
capturados en la guerra, se rehusaron a volver. Pero los indios no
desertaban a las colonias
inglesas, al igual que los alemanes nunca saltan el Muro de Berlín
hacia el Este). La versión
de la "supervivencia del más apto" -la versión
de Thomas Huxley- del Darwinismo era más
una crónica de las condiciones económicas de la Inglaterra
victoriana que de la selección natural,
como lo demostró el anarquista Kropotkin en su libro El apoyo
mutuo, un factor de la evolución.
(Kropotkin era un científico -un geógrafo- que tuvo amplias
oportunidades involuntariamente
para hacer trabajo de campo mientras estaba exiliado en Siberia:
sabía de lo que
estaba hablando). Como la mayoría de las teorías sociales y
políticas, las historias que Hobbes
y sus sucesores contaban eran en realidad autobiografías.
El
antropólogo Marshall Sahlins, examinando datos sobre
cazadores-recolectores contemporáneos,
deshizo el mito Hobbesiano en un artículo titulado La Sociedad
Afluente Original.
Ellos trabajan mucho menos que nosotros, y su trabajo es difícil de
distinguir de lo que llamamos
juego. Sahlins concluyó que "los cazadores y recolectores
trabajan menos que nosotros;
y más que un trabajo continuo, la búsqueda de comida es
intermitente, el tiempo libre es
abundante, y pasan más tiempo durmiendo durante el día, por
persona y año, que en cualquier
otra condición de la sociedad". Trabajaban un promedio de
cuatro horas por día, asumiendo
que "trabajasen" en lo absoluto. Su "labor", tal
como nos parece a nosotros, era labor
especializada que ejercía sus facultades intelectuales y físicas;
labor no especializada en gran
escala, como dice Sahlins, es imposible excepto bajo el
industrialismo. Por tanto, satisfacía la
definición de juego según Friedrich Schiller, la única ocasión
en que el hombre realiza su completa
humanidad al dar completa expresión a ambos lados de su naturaleza:
pensar y sentir.
Como él decía: "El animal trabaja cuando es la privación lo
que lo motiva, y juega cuando la
plenitud de su fuerza es su motivador, cuando la vida superabundante
es su propio estímulo para
la actividad". (Una versión moderna -dudosamente mejorada- es
la contraposición, hecha por
Abraham Maslow, entre motivación por "deficiencia" y por
"crecimiento") El juego y la libertad
son, en lo que se refiere a la producción, coextensivos. Aún Marx,
quien pertenece (pese
a sus buenas intenciones) al panteón productivista, observó que
"el reino de la libertad no comienza
hasta que se ha sobrepasado la necesidad de laborar bajo la
compulsión de la necesidad
y la utilidad externa". Él nunca pudo llegar a identificar
esta feliz circunstancia como lo
que es, la abolición del trabajo -es más bien anómalo, después
de todo, estar a favor de los trabajadores
y en contra del trabajo- pero nosotros sí podemos.
El
deseo de retroceder (o avanzar) hacia una vida sin trabajo es
evidente en cada historia social o
cultural seria de la Europa preindustrial, entre ellas Inglaterra en
transición de M. Dorothy George
y Cultura popular a comienzos de la europa moderna de Peter Burke.
También es pertinente
el ensayo de Daniel Bell, El Trabajo y sus Descontentos, el primer
texto, según creo, en
referirse a la "rebelión contra el trabajo" con
esas mismas palabras y, si hubiese sido comprendido,
hubiese sido una importante corrección a la complacencia que suele
asociarse con
el volumen en que fue incluido, El fin de la ideología. Ni sus
críticos ni sus celebrantes han notado
que la tesis sobre -el fin de la ideología- de Bell no se refería
al fin de la lucha social, sino
el comienzo de una nueva fase, no restringida ni dirigida por
ideologías. Fué Seymour Lipset
(en El hombre político), no Bell, quien anunció al mismo tiempo
que "los problemas fundamentales
de la Revolución Industrial han sido resueltos", tan sólo
algunos años antes de que
los descontentos post- o meta-industriales entre los estudiantes
universitarios hicieran a Lipset
abandonar la universidad de Berkeley y buscar la tranquilidad
relativa (y temporal) de Harvard.
Como
indica Bell, Adam Smith en su Riqueza de las naciones, pese a su
entusiasmo por el mercado
y la división del trabajo, estaba más alerta (y era más honesto)
sobre el lado oscuro del
trabajo, que Ayn Rand o los economistas
de Chicago o cualquiera de los modernos seguidores
de Smith. Como observó Smith: "el entendimiento de la mayoría
de los hombres se forma
necesariamente por sus ocupaciones habituales. El hombre que se pasa
la vida efectuando
unas cuantas operaciones simples... no tiene ocasión de ejercer su
entendimiento... Por
lo general se vuelve tan estúpido e ignorante como es posible que
una criatura humana llegue
a serlo." He aquí, en pocas y simples palabras, mi crítica
del trabajo. Bell, escribiendo en 1956,
La edad de oro de la imbecilidad eisenhoweriana y autosatisfacción
estadounidense, identificó
la crisis desorganizada e inorganizable de los setenta y más allá,
la crisis que ninguna tendencia
política es capaz de canalizar, la crisis que fue identificada en
el reporte de la HEW, El
trabajo en América, la crisis que no puede ser aprovechada y, por
lo tanto, es ignorada. Esa crisis
es la rebelión contra el trabajo. No figura en ningún texto de
ningún economista del laisez-faire
-Milton Friedman, Murray Rothbard, Richard Posner- porque, en sus
términos, como solían decir
en Viaje a las estrellas, "no computa".
Si
estas objeciones, formadas por el amor a la libertad,
no convencen a los humanistas de tipo utilitario
e incluso paternalista, existen otras que ellos no pueden
despreciar. Para fusilarme, el título
de un libro: El trabajo es nocivo para tu salud. De hecho, el
trabajo es asesinato en masa o
genocidio. Directa o indirectamente, el trabajo matará a la mayoría
de los que lean estas palabras.
Entre 14.000 y 25.000 trabajadores mueren en este país anualmente
en el lugar de trabajo.
Más de dos millones quedan deshabilitados. De veinte a veinticinco
millones son heridos
cada año. Y estas cifras se basan en una estimación muy
conservadora acerca de qué constituye
una herida relacionada con el trabajo. Por ejemplo, no cuentan el
medio millón de casos
de enfermedad ocupacional cada año. Hojeé un libro de texto médico
sobre enfermedades
ocupacionales y tenía 1.200 páginas. Incluso esto apenas es la
punta del iceberg.
Las estadísticas disponibles cuentan los casos obvios, como los
100.000 mineros que tienen
el mal del pulmón negro, de quienes mueren 4.000 cada año, una
tasa de mortalidad mucho
mayor que la del SIDA, por ejemplo, que recibe tanta atención de
los medios. Esto refleja
la creencia sobreentendida de que el SIDA aflige a pervertidos que
podrían controlar su depravación
mientras que la extracción de carbón es una actividad sacrosanta e
incuestionable. Lo
que las estadísticas no muestran es que decenas de millones de
personas ven reducidas sus
expectativas de vida a causa del trabajo -que es lo que significa la
palabra homicidio-, después
de todo. Considera a los doctores que trabajan hasta morir a los
cincuenta y tantos. Considera
a todos los otros adictos al trabajo.
Aún
si no quedas muerto o inválido mientras trabajas, también puedes
morir mientras vas al trabajo,
regresas del trabajo, buscas trabajo, o tratas de olvidarte del
trabajo. La gran mayoría de
las víctimas del automóvil estaban realizando algunas de estas
actividades obligadas por el trabajo,
o cayeron víctimas de alguien que las hacía. A este conteo de
cadáveres se debe añadir
las víctimas de la contaminación auto-industrial y la adicción al
alcohol y drogas inducida por
el trabajo. Tanto el cáncer como las enfermedades cardíacas son
aflicciones modernas cuyo
origen se puede rastrear, directa o indirectamente, hacia el
trabajo.
El
trabajo, entonces, institucionaliza el homicidio como forma de vida.
La gente piensa que los camboyanos
estaban locos al exterminarse a sí mismos,
pero ¿somos nosotros diferentes? El régimen
de Pol Pot al menos tenía una visión, aunque borrosa, de una
sociedad igualitaria. Nosotros
matamos gente en el rango de las seis cifras (por lo menos) para
vender Big Macs y Cadillacs
a los que sobrevivan. Nuestras cuarenta o cincuenta mil muertes
anuales en la autopista
son víctimas, no mártires. Murieron por nada -o más bien,
murieron por trabajar-. Pero el
trabajo no es algo por lo que valga la pena morir.
Malas
noticias para los liberales: el trasteo regulatorio es inútil en
este contexto de vida-o-muerte.
La Administración de Seguridad y Salud Ocupacional estaba diseñada
para vigilar la parte
central del problema, la seguridad en el puesto de trabajo. Incluso
antes de que Reagan y la
Corte Suprema la deshabilitasen, la ASSO era una farsa. Incluso en
los tiempos en que el presidente
Carter le otorgaba fondos generosos (para la norma actual), un
puesto de trabajo podía
esperar una visita sorpresa de un inspector de la ASSO cada 46 años. El
control estatal de la economía no es solución. El trabajo es más
peligroso en los países con socialismo
de estado de lo que lo es aquí. Miles de obreros rusos murieron o
resultaron heridos construyendo
el metro de Moscú. Existen montones de historias sobre desastres
nucleares soviéticos
encubiertos que hacen que Times Beach o Three Mile Island parezcan
simulacros de ataque
aéreo de escuela primaria. Por otro lado, la desregulación, de
moda actualmente, no ayudará
y probablemente hará más daño. Desde el punto de vista de la
salud y la seguridad, el trabajo
estaba en su peor momento en aquellos días cuando la economía se
acercaba más al libre
mercado.
Historiadores
como Eugenio Genovese han argumentado contundentemente que -como
decían los
defensores de la esclavitud de antaño- los trabajadores asalariados
en los estados del Norte de
la Unión y en Europa vivían peor que los esclavos en las
plantaciones del Sur. Ningún reajuste
de las relaciones entre los burócratas y los empresarios parece
hacer mucha diferencia a
nivel de quienes hacen la producción. Si se impusieran seriamente
incluso las normas más vagas
de la ASSO, la economía se estancaría por completo. Los vigilantes
aparentemente se percatan
de ello, ya que ni siquiera intentan arrestar a los malhechores.
Lo
que he dicho hasta ahora no debería ser controvertido. Muchos
trabajadores están hartos del trabajo.
Las tasas de ausentismo, despidos, robo y sabotaje por parte de
empleados, huelgas ilegales,
y flojera general en el trabajo son altas y van subiendo. Podría
haber un movimiento hacia
un rechazo consciente y no sólo visceral del trabajo. Y sin
embargo, el sentimiento que prevalece,
universal entre los patronos y sus agentes, y muy extendida entre
los trabajadores mismos,
es que el trabajo mismo es inevitable y necesario.
Yo
discrepo. Ahora es posible abolir el trabajo
y reemplazarlo, hasta donde sirve a propósitos útiles,
con una multitud de nuevos tipos de actividades libres.
Abolir el trabajo requiere ir hacia él
desde dos direcciones, cuantitativa y cualitativa. Por el lado
cuantitativo, hemos de recortar masivamente
la cantidad de trabajo que se hace. En la actualidad, la mayor parte
del trabajo es inútil
o peor, y deberíamos deshacernos de él. Por el lado cualitativo -y
pienso que esta es la base
del asunto, y el punto de partida nuevo y revolucionario- hemos de
tomar el trabajo útil que queda
y transformarlo en una agradable variedad de pasatiempos parecidos
al juego y la artesanía,
que no se puedan distinguir de otros pasatiempos placenteros,
excepto que sucede que
generan productos útiles. Sin duda eso no los hará menos
estimulantes. Entonces, todas las
barreras artificiales del poder y la propiedad se vendrían abajo.
La creación se convertiría en recreación.
Y podríamos dejar de vivir temerosos los unos de los otros.
No
estoy sugiriendo que la mayoría del trabajo pueda salvarse de esta
manera. Pero la mayoría del
trabajo no vale la pena salvarlo. Solo una fracción pequeña y
menguante del trabajo sirve para
algún propósito útil, aparte de la defensa y reproducción del
sistema del trabajo y sus apéndices
políticos y legales. Hace veinte años, Paul y Percival Goodman
estimaron que sólo el cinco
por ciento del trabajo que se hacía entonces
-presuntamente la cifra, de ser exacta, es aún
más baja ahora- bastaría para cubrir nuestras necesidades mínimas
de comida, ropa, y techo.
Su cálculo era sólo una aproximación educada, pero el punto clave
está claro: directa o indirectamente,
la mayor parte del trabajo sirve los
propósitos improductivos del comercio o el control
social. De inmediato podemos liberar a decenas de millones de
vendedores, soldados, gerentes,
policías, guardias, publicistas y todos los que trabajan para
ellos. Es un efecto de avalancha,
puesto que cada vez que dejas sin trabajo a un pez gordo, también
liberas a sus lacayos
y subordinados. Y entonces la economía implota.
El
40% de la fuerza laboral son trabajadores de cuello blanco, la
mayoría de los cuales tienen algunos
de los empleos más tediosos e idiotas jamás concebidos. Industrias
enteras, seguros y bancos
y bienes raíces por ejemplo, no consisten en nada más que mover
papeles inútiles de un
lado a otro. No es accidente que el "sector terciario", el
sector de servicios, esté creciendo mientras
el "sector secundario" (industria) se atasca y el "sector
primario" (agricultura) casi desaparece.
Porque el trabajo es innecesario excepto para aquellos cuyo poder
asegura, los trabajadores
son desplazados desde ocupaciones relativamente útiles a
relativamente inútiles, como
una medida para asegurar el orden público. Cualquier cosa es mejor
que nada. Es por eso
que no puedes irte a casa sólo porque terminaste temprano. Quieren
tu tiempo, lo suficiente para
que les pertenezcas, aún si no tienen uso para la mayor parte del
mismo. De no ser así, ¿por
qué la semana de trabajo promedio no ha disminuido más que unos
cuantos minutos en los
últimos cincuenta años?
A
continuación, podemos aplicar el machete al trabajo de producción
mismo. No más producción
de guerra, energía nuclear, comida chatarra, desodorante de higiene
femenina -y por
sobre todo, no más industria automovilística digna de ese nombre-.
Un Barco de Vapor Stanley
o un automóvil Modelo-T ocasionales estaría
bien, pero el auto-erotismo del cual dependen
nidos de ratas como Detroit y Los Angeles queda fuera del mapa. Con
esto, sin haberlo
intentado siquiera, hemos resuelto la crisis de energía, la crisis
ambiental y un montón de
otros problemas sociales insolubles.
Finalmente,
debemos deshacernos de la mayor de las ocupaciones, la que tiene el
horario más largo,
el salario más bajo, y algunas de las tareas más tediosas. Me
refiero a las amas de casa y
el cuidado de niños. Al abolir el trabajo asalariado
y alcanzar el desempleo total, atacamos la división
sexual del trabajo. El núcleo familiar como lo conocemos es una
adaptación inevitable a la
división del trabajo impuesta por el moderno trabajo asalariado. Te
guste o no, tal como han sido
las cosas durante los últimos cien o doscientos años, es
económicamente racional que el hombre
traiga el pan a la casa y que la mujer haga el trabajo sucio y le
provea de un refugio de paz
en un mundo despiadado, y que los niños sean enviados a campos de
concentración juveniles
llamados "escuelas", principalmente para que no sean una
carga tan grande para mamá
pero aún sean mantenidos bajo control, pero también para que
adquieran los hábitos de obediencia
y puntualidad que tanto necesitan los trabajadores. Si deseas
deshacerte de la patriarquía,
deshazte del núcleo familiar cuyo no pagado "trabajo
invisible", como dice Ivan Illich,
hace posible el sistema del trabajo que a su vez hace necesario el
núcleo familiar. A la lucha
anti-armas nucleares está ligada la abolición de
la infancia y el cierre de las escuelas. Hay más
estudiantes de tiempo completo que trabajadores de tiempo completo
en este país. Necesitamos
a los niños como maestros, no estudiantes. Tienen mucho que
contribuir a la revolución
lúdica, porque ellos son mejores en el juego que las personas
maduras. Los adultos y
los niños no son idénticos, pero se harán iguales a través de la
interdependencia. Sólo el juego
puede cerrar la brecha generacional.
Aún
no he mencionado siquiera la posibilidad de recortar el poco trabajo
que aún queda por vía de
la automatización y la cibernética. Todos los científicos,
ingenieros y técnicos, liberados de molestarse
en investigación de guerra y obsolescencia planeada, se la pasarían
en grande inventando
medios para eliminar la fatiga, el tedio
y el peligro de actividades como la minería. Sin
duda hallarán otros proyectos en qué divertirse. Quizás
establezcan redes globales de comunicaciones
multimedia o colonicen el espacio exterior. Quizás. Personalmente,
no soy fanático
de los aparatos. No me interesa la idea de vivir en un paraíso
donde sólo haya que presionar
botones. No quiero que robots esclavos hagan todo; quiero hacer las
cosas yo mismo. Existe,
creo, un lugar para las tecnologías que ahorran trabajo, pero un
lugar modesto. El registro
histórico y pre-histórico no es esperanzador. Cuando la tecnología
productiva pasó de caza-recolección
a la agricultura y a la industria, el trabajo se incrementó
mientras la especialización
y la autodeterminación disminuyeron.
La evolución posterior
del industrialismo ha
acentuado lo que Harry Braverman llamó la degradación del trabajo.
Los observadores inteligentes
siempre han sido conscientes de esto. John Stuart Mill escribió que
todos los inventos
para ahorrar trabajo que se han creado no han ahorrado ni un momento
de trabajo. Karl
Marx escribió que "sería posible escribir una historia de los
inventos hechos desde 1830 para
el único propósito de proveer al capital con armas contra las
revueltas de la clase obrera". Los
tecnófilos entusiastas -Saint-Simon, Comte, Lenin, B.F. Skinner-
han sido siempre completos
autoritarios también; es decir, tecnócratas. Deberíamos ser más
que escépticos con las
promesas de los místicos de las computadoras. Ellos trabajan como
mulas; lo más seguro es
que, si se salen con la suya, también el resto de nosotros lo hará.
Pero, si tienen alguna contribución
particular más subordinada a los propósitos humanos, pues
escuchémosles.
Lo
que realmente deseo es ver el trabajo convertido en juego. Un primer
paso es descartar las nociones
de un "empleo" y una "ocupación". Incluso las
actividades que ya tienen algún contenido
lúdico lo pierden si se reducen a empleos
que ciertas personas, y sólo esas personas,
se ven forzadas a hacer excluyendo cualquier otra cosa. ¿No es raro
que los campesinos
trabajen dolorosamente en los campos mientras
sus amos van a casa cada fin de semana
y se ponen a cuidar de sus jardines? Bajo un sistema de festejo
permanente, presenciaremos
una Edad de Oro de la creatividad que hará pasar vergüenza al
Renacimiento. No
habrá más empleos, sólo cosas que hacer y gente que las haga.
El
secreto de convertir el trabajo en juego, como demostró Charles
Fourier, es acomodar las actividades
útiles para tomar ventaja de lo que sea que diferentes personas
disfrutan hacer en momentos
diferentes. Para hacer posible que algunas personas hagan las cosas
que disfrutan, bastará
con erradicar las irracionalidades y distorsiones que afligen esas
actividades cuando son
convertidas en trabajo. Yo, por ejemplo, disfrutaría enseñando un
poco (no demasiado), pero
no quiero estudiantes que estén allí a la fuerza, y no me interesa
adular a pedantes patéticos
para obtener un profesorado.
Segundo,
hay cosas que a la gente le gusta hacer de vez en cuando, pero no
por demasiado tiempo,
y ciertamente no todo el tiempo. Puedes disfrutar haciendo de niñera
por algunas horas para
compartir la compañía de los niños, pero no por tanto tiempo como
sus padres. Los padres,
mientras tanto, aprecian profundamente el tiempo que les liberas
para sí mismos, aunque
les molestaría apartarse de su progenie por mucho tiempo. Estas
diferencias entre los individuos
son lo que hace posible una vida de juego libre. El mismo principio
se aplica a muchas
otras áreas de actividad, especialmente las primarias. Así, muchos
disfrutan cocinar cuando
lo pueden hacer con seriedad, a su modo, pero no cuando sólo están
recargando cuerpos
humanos con combustible para el trabajo.
Tercero
-aún sin cambiar todo lo demás- algunas cosas que no son
satisfactorias si las haces sólo,
o en un entorno desagradable, o bajo las órdenes de un supervisor,
son agradables, al menos
por un tiempo, si esas circunstancias cambian.
Esto es cierto probablemente, hasta cierto
punto, para todo trabajo. La gente utiliza su ingenio, de otro modo
desperdiciado, para convertir
las tareas repetitivas menos atrayentes en un juego, lo mejor que
pueden. Las actividades
que atraen a algunas personas no siempre atraen a todas, pero todo
el mundo tiene,
al menos en potencia, una variedad de intereses y un interés en la
variedad. Como dice el dicho,
"cualquier cosa, una vez". Fourier era el maestro en
especular cómo a las inclinaciones aberrantes
y perversas se les podría dar uso en la sociedad post-civilizada,
que él llamaba Armonía.
Pensaba que el emperador Nerón pudo haber sido una buena persona
si, de niño, hubiese
podido complacer su gusto por la sangre trabajando en un matadero.
Los niños pequeños
a quienes les encanta revolcarse en la suciedad podrían ser
organizados en "Pequeñas
Hordas" para limpiar los sanitarios y recoger la basura,
otorgando medallas a los que
destaquen. No estoy sugiriendo que sigamos estos mismos ejemplos,
sino que veamos el principio
subyacente, el cual me parece que tiene sentido como una dimensión
de una transformación
revolucionaria general. Ten en mente que no se trata de tomar el
trabajo de hoy tal
como lo encontramos y asignarlo a la gente adecuada, ya que algunos
de ellos tendrían que ser
realmente perversos. Si la tecnología cumple un papel en todo esto,
no es tanto para eliminar
el trabajo automatizándolo, sino para abrir nuevos espacios para la
re/creación. Hasta cierto
punto podemos desear regresar a la fabricación a mano, que William
Morris consideraba un
resultado probable y deseable de una revolución comunista. El arte
sería recuperado de las manos
de esnobs y coleccionistas, abolido como departamento especializado
sirviendo a una audiencia
de élite, y sus cualidades de belleza y creación restauradas a la
vida misma, de la cual
fueron robadas por el trabajo. Da qué pensar el hecho de que las
ánforas griegas a las que escribimos
odas y guardamos en museos fuesen usadas
en su tiempo para guardar aceite de olivo.
Dudo que a nuestros artefactos cotidianos les vaya tan bien en el
futuro, si es que hay uno.
Lo que quiero decir es que no existe tal cosa como el progreso en el
mundo del trabajo; más
bien es lo opuesto. No deberíamos dudar en saquear el pasado por lo
que tiene que ofrecer,
los antiguos no pierden nada y nosotros nos enriquecemos.
Reinventar
la vida cotidiana significa marchar más allá del borde de nuestros
mapas. Es cierto que
existe más especulación sugerente de lo que la mayoría de la
gente se imagina. Aparte de Fourier
y Morris -y hasta una pista, aquí y allá, en Marx- están los
escritos de Kropotkin, los sindicalistas
Pataud y Pouget, anarco-comunistas de antes (Berkman) y de ahora
(Bookchin). La
Communitas de los hermanos Goodman es ejemplar porque ilustra qué
formas siguen a qué funciones
(propósitos), y hay algo que sacar de los heraldos, a menudo
borrosos, de la tecnología
alternativa / apropiada / intermedia / convivencial, como Schumacher
y especialmente
Illich, una vez que desconectas sus cortinas de humo. Los
situacionistas -tal como
son representados por la Revolución de la Vida Cotidiana de Vaneigem
y en la Antología de
la Internacional Situacionista- son tan despiadadamente lúcidos como
para ser estimulantes, aún
si nunca llegaron a encajar bien su apoyo a las asociaciones de
trabajadores con la abolición
del trabajo. Sin embargo, es mejor su incongruencia que cualquier
versión actual del izquierdismo,
cuyos devotos buscan ser los últimos
campeones del trabajo, porque si no hay trabajo
no hay trabajadores, y sin trabajadores, ¿A quién organizaría la
“izquierda”?
Así
que los abolicionistas tendrían que actuar por su cuenta. Nadie
puede decir qué resultaría de
liberar el poder creativo aturdido por el trabajo.
Cualquier cosa puede pasar. El gastado debate
de libertad versus necesidad, que casi suena teológico, se resuelve
sólo cuando la producción
de valores de uso coexista con el consumo de deliciosa actividad
lúdica.
La
vida se convertirá en un juego, o más bien muchos juegos, pero no
-como es ahora- un juego
de suma cero. Un encuentro sexual óptimo es el paradigma del juego
productivo; los participantes
se potencian los placeres el uno al otro, nadie cuenta los puntajes,
y todos ganan. Cuanto
más das, más recibes. En la vida lúdica, lo mejor del sexo se
mezcla con la mejor parte de
la vida diaria. El juego generalizado lleva a la libidinización de
la vida. El sexo, en cambio, puede
volverse menos urgente y desesperado, más juguetón. Si jugamos bien
nuestras cartas, podemos
sacar más de la vida de lo que metemos en ella; pero sólo si
jugamos para ganar.
Nadie
debería trabajar. Proletarios del mundo... ¡descansad!
Bob Black
*Nota del autor: No Copyrighted. Cualquier material de este libro puede ser libremente reproducido, traducido o adaptado, incluso sin mencionar la fuente.
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